COLUMNISTAS

Pagan bibliotecarios y bufeteros

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Por obra y gracia de las pésimas administraciones, en la Argentina, los clubes como asociaciones intermedias y los equipos de fútbol profesional son definitivamente incompatibles.

En países donde la gran mayoría de los equipos de las divisiones superiores es pura y exclusivamente una marca registrada vinculada sólo al fútbol y no tiene como bastión de referencia mucho más que una camiseta, una oficina y un estadio, las buenas y las malas de estos conjuntos sólo alteran su vida futbolera… y las finanzas de sus dueños. En un país como el nuestro, donde absolutamente todos los equipos de fútbol representan a un club que, en su gran mayoría, tiene infinidad de actividades a la par –y por debajo, sometidas– del juego que más nos gusta y que a veces mejor jugamos, el asunto tiene implicancias profundas en la vida de muchísima gente.

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En mayor o menor medida, y casi siempre por influencia del fútbol profesional, el concepto de club dejó de ser el de hasta hace treinta o cuarenta años. Por cierto, en los 30 o en los 60, River y Boca ya eran, ante todo, sinónimo de fútbol. Como Racing y como Independiente. Como San Lorenzo, como Vélez, como Rosario Central o como Sarmiento de Junín. Pero ser socios de esos clubes implicaba muchísimo más que tener acceso más o menos privilegiado a una tribuna. Nadie hubiese imaginado en esos días que Boca iba a abandonar deportes de alto rendimiento que no se autofinanciaran –versión deportiva del “ramal que para, ramal que cierra” de Menem–; nadie hubiese imaginado en esos días que River, lejos de modernizarla, iba a desmantelar su pista de atletismo. Curioso destino el de nuestro deporte: el Monumental iba a ser el Estadio Olímpico para la, por suerte, fallida Buenos Aires 2004. Como el proyecto fracasó, se pasó de tener un estadio modelo para atletismo a mandar a los atletas riverplatenses a entrenarse al Cenard, que al menos queda cerca.

La referencia de River y de Boca es, una vez más, simbólica. El despropósito le cabe a la enorme mayoría de los clubes que someten al patinaje artístico, el vóley o las danzas árabes a los vaivenes del fútbol profesional. Peor aun: muchos de esos clubes soportan presiones financieras importantes en sus institutos educativos, viajando en su esquizofrenia entre minimizar tristemente todo lo que no sea fútbol y el entrañable compromiso que significa educar pibes.

Cuando en un diario, en la radio o en la tele un periodista anuncia que un técnico “necesita” cinco o seis refuerzos para armar el equipo que viene, ignoramos lo que realmente necesita la entidad a la que representa futbolísticamente el equipo que ese técnico dirige. Bastaría un solo ejemplo contracultural para empezar a dar vuelta la historia como una media. Sería maravilloso, pero no lo espero.

Quiero dejar en claro que usaré el ejemplo de River sólo porque la filosofía –o como quieran decirle– de su entrenador y el episodio Teo Gutiérrez lo convierten en un desejemplo emblemático para una conducta necia que sobrevuela casi todos los clubes que habitan nuestro fútbol.

Ramón Díaz, tremendo futbolista, lúcido empresario y técnico especialmente ganador en River es, hoy por hoy, intocable. Y vaya si lo aprovecha. Buscado a fines de 2012 como el único capaz de devolverle a River la vieja gloria que suavizara definitivamente el bajón del descenso, hace y deshace casi a voluntad. Y no siempre con criterio. Ramón ama a River. A su equipo de fútbol. El club es otra cosa. Me atrevo a semejante tropelía porque no es sino él quien, desde hace meses, obliga al club a pagar una fortuna diaria para concentrarse en un hotel de Cardales, mientras que en Núñez se refaccionó maravillosamente la histórica concentración que él mismo supo habitar. A falta de una concentración, River avanzó notablemente sobre una segunda: la de Ezeiza. Es sólo un ejemplo. Alguien que ama profundamente a un club no debería pedir jugadores a rolete, y ni siquiera reflexionar si se los traen y fracasan. Alguien que quiere cuidar a un club no anuncia el descarte de seis jugadores profesionales a quienes River ya no podría vender a precio conveniente: ¿quién pagaría demasiado por un futbolista que el técnico del club anuncia que no tendrá en cuenta? Innecesario y dañino para el patrimonio del club.

El último episodio, el de Teo Gutiérrez, permite dar una dimensión real del escenario obsceno en el que se mueve un fútbol profesional que gasta en un jugador –no importa cuál: bueno, regular o malo– un dineral que el club necesitaría para infinidad de otras cosas. En el afán de aportar pruebas sobre la transferencia realizada al Cruz Azul, se hizo circular el facsímil de la operación. La gran mayoría se detuvo en la fecha de la operación: 21 de agosto. “Eso es después de lo que nos dijeron”, cuestionaron varios.

Yo me detuve en la cifra. ¡¡¡Más de 10 millones de pesos!!! Por un futbolista que ya no podrá jugar la temporada entera. Que tiene tanto de crack como de filibustero, que ojalá en River no sabotee su talento: sólo el autosabotaje explica que alguien con la magia del colombiano no sólo no esté peleando un puesto con Benzema o Rooney, sino que ni siquiera se haya afianzado en México.

Piense usted lo que se podría hacer en cualquier club con 10 millones de pesos. Cuánta obra para siempre, cuántos presupuestos para deportes formativos, cuántas canchas de papi fútbol, o piletas cubiertas o aulas para ampliar la escuela de la que tan orgullosos nos sentimos.

Insisto. El ejemplo hoy es River porque se conocieron números que, por lo general, nadie informa oficialmente. Y porque es un club cuyas entrañas no futboleras tuve el privilegio de conocer durante casi tres años. Es un club maravilloso, lleno de energía y con tantas actividades que no podríamos resumir en estas líneas. Un club enorme por su leyenda futbolera, claro. Pero que no puede ni debe vivir como si fuese sólo un equipo de fútbol. Me consta que Passarella y parte de su gente trabajan muy bien al respecto. Conozco su cuerpo docente: un lujo. Y Sergio Vigil es el responsable de todos los deportes, menos el fútbol profesional. Otro lujo.

Tal vez por eso, sólo puedo admitir como flaqueza de una coyuntura preelectoral esto de no poner un límite a la voracidad de un fútbol profesional que, de la mano de un técnico de estirpe ganadora pero incapaz de pensar en otra cosa que no sea su rol de entrenador de un equipo –como pasa con la gran mayoría de sus colegas, por cierto–, se lleva todo puesto.

Hecha la salvedad de que River es sólo una muestra, ahora ponele al asunto la camiseta que quieras. Hay mejores y hay peores. Pero, por lo general, cuando el fútbol gana se lo lleva todo. Y cuando el fútbol pierde, pagan desde el bibliotecario hasta el bufetero.

Ojalá algún día vos, que sos hincha de verdad, que hacés el aguante de pagar la cuota social aunque no te sobre un mango, que seguís llorando de tristeza por una derrota importante, entiendas que amar a esa camiseta también implica amar al club. Ojalá entiendas que esto que acabás de leer no es un ataque sino una defensa a los clubes. Esos que necesitan cosas mucho más importantes –y menos costosas– que un cuatro, un nueve o un técnico que te salve del descenso.