Cuando era chico, me gustaba una sección de los diarios que se llamaba “El juego de los siete errores”: del lado izquierdo de la página se dibujaba una escena (por ejemplo, un hombre saliendo de su casa para ir a trabajar) y del lado derecho, la misma escena pero con siete diferencias (de un lado el hombre llevaba medias, del otro no; de un lado había un árbol detrás de la casa, del otro no, y así sucesivamente). Obviamente el juego consistía en encontrar esas siete diferencias. No se por qué, pero todavía me gusta ese juego, y a veces lo practico incluso fuera de su reglamento: tengo una particular predilección por encontrar erratas en los diarios y en los libros. No como un ojo censor, admonitorio, sino al contrario, casi con admiración, con amor por el error.
Pensaba en todo esto mientras leía una en entrevista a César Aira publicada en Babelia, hace dos semanas. En un momento el periodista pregunta, o mejor dicho, afirma: “Es curioso que mucha gente diga que usted es un autor prolífico, porque la verdad es que usted publica mucho, pero escribe poco. Lleva unos 60 libros publicados pero, en total, no serán más de 800 páginas”. Ante lo que Aira responde: “Sí, a veces llego a publicar cuatro libros en un año, pero uno tiene 14 páginas y el otro 80, y alguno llega a los cien, o las pasa. Es mucho menos que lo que escribe cualquier periodista con una columna semanal”. La última parte de la respuesta me estremeció: ¿se estaría refiriendo a mí? (mi narcisismo desmedido me impide creer que hable de Quintín, o de columnistas de otros suplementos). Un dejo de tenue emoción recorrió mi cuerpo. ¿Significa que Aira lee mi columna? O aun antes: ¿implica que sabe que yo escribo una columna todos los domingos? ¿Se cumpliría entonces mi fantasía? (el recorte de una columna mía cae azarosamente entre las páginas de un libro suyo que es dejado, también por azar, sobre el escritorio de una editora norteamericana, que termina leyendo mi columna, publicando una novela mía en inglés, y volviéndome yo The new Bolaño).
La duda me carcomía, así que preferí cambiar de tema. Es decir, volver a la afirmación del periodista. O también, al juego de los errores. En este caso, demasiado fácil de resolver, muy a la vista. El entrevistador afirma que Aira publicó “unos 60 libros”, y luego, vuelve a afirmar que sumados, “no serán más de 800 páginas”, eso significa que, en promedio, cada libro de Aira tiene… ¡unas 13 páginas! Imposible. Y además, falso. Es evidente que hay un error, quizá de tipeo, o de corrección, pero quizás también matemático: si el entrevistador hubiera afirmado, como corresponde, que en total son 8.000 páginas, ni la pregunta ni la respuesta hubieran tenido sentido. En mi opinión, el periodista hizo mal la cuenta, y ningún corrector ni editor de Babelia se percató (delicioso error que vuelve absurdo ese tramo de la entrevista y que, para ser honesto, probablemente yo tampoco hubiera percibido de no ser por mi entrenamiento en ese viejo juego: nada me resulta más indiferente que la influencia de las matemáticas sobre la literatura).
Sin embargo, en el acto me dieron ganas de releer algunas de las novelas de Aira que rondan las 13 páginas, que son varias (muchas de ellas están entre mis favoritas). Elegí tres. Empecé por El hornero, especie de gran poema en prosa, publicado en la revista La muela de juicio. Luego, Picasso, de ocho páginas, editado por Belleza y Felicidad. Finalmente, y sobre todo, El infinito, perfectas 18 páginas publicadas por la editorial Vanagloria en 1994, que incluiría –al lado de Ema la cautiva, El llanto, o el Diccionario de autores latinoamericanos– entre lo mejor de su obra; de una obra que forma parte de lo mejor que le pasó a la literatura argentina contemporánea.