Hace diez años, cuando Boca caía por penales en la final de la Copa Libertadores frente al colombiano equipo de Once Caldas, mi vecino de la calle Peña lo festejaba, insultante, como una victoria propia. Quince días antes apenas, el ahora famoso Maxi López había sido el “Gigliotti” del River de entonces al patear en la semifinal el penal definitivo que atajó Abondanzzieri y que clasificó a Boca y dejó precisamente al equipo de mi vecino del 4° A eliminado de la deseada Copa.
Aquel de hace una década había sido uno de los primeros antecedentes de partidos importantes de alto riesgo que se jugaron sin público visitante, una medida que luego se extendió a todo el fútbol en forma provisoriamente definitiva y que, como queda claro, no sólo no resuelve la violencia sino que es un sinsentido. En cualquier momento Randazzo u otro dirigente de cualquier color podría proponer el facilismo de suspender la circulación de autos para evitar las muertes en accidentes de tránsito o las relaciones entre hombres y mujeres como plan contra la violencia de género.
Desde entonces, el nivel de agresión verbal en la calle Peña ha ido creciendo permanentemente, al punto que, en los últimos tiempos, uno se preparaba para lo que parecía algún incidente próximo e inevitable. Sólo la impunidad de las voces sin cara, imposible de reconocer y ubicar entre tanto edificio parecía evitar alguna tragedia mínima o vaya a saberse de qué tamaño. Con todo, no debería sorprender el papelón y la vergüenza de hoy en un país que todos los días fabrica “Cromañones” y mira para otro lado hasta que la realidad le explota en la cara.
Pero lo más revelador fue que cada vez más las voces, los gritos, no eran de festejo sino que, en pleno triunfo, en el preciso instante supremo del gol, lo que estallaba era el insulto al rival, aunque no fuera el vencido de ese partido. Un fenómeno que se hizo harto evidente en el Mundial de Brasil, cuando miles de hinchas argentinos desembarcaron con el simpático “decime qué se siente”.
Resignados en la previa a lo que se pensaba sería inevitable, el Brasil Campeón, el aguante nacional decidió arruinarles el festejo, psicopatearlos, provocarles algún daño aunque sea moral. Los argentinos entonces parecieron asumir de antemano que sería ajena la victoria deportiva y decidieron enrostrarle a los más campeones del mundo alguna victoria dolorosa para escupirles la feijoada.
Brasil o la calle Peña parecen revelar a una sociedad que se asume derrotada y, resentida, busca consuelo en el mal de muchos. Algo hizo que perdiera la esperanza de gritar sus goles y encuentre más disfrute en la desgracia ajena que en el goce propio.