Si Cambiemos llegó al Gobierno con una agenda de trazo grueso, una brújula apuntando a los centros financieros y, como columna vertebral, el buen manejo de un marketing basado en las encuestas, hoy la alquimia parece evaporarse ante una realidad que le fija los límites. “Pasaron muchas cosas”, dice un Presidente que a fuerza de repetir eslóganes ha vaciado de contenidos las palabras. La abundancia de “meteorólogos” y la escasez de estrategas capaces de menguar la tormenta económica y política, colocan al Gobierno en una situación difícil. La agenda “propia”, con algunos contenidos vernáculos que intenta acoplarse a una idea de mundo cada vez más inexistente, ha caído a golpes de impericia. En un intento por recuperar confianza o al menos atenuar la “orfandad” política, Mauricio Macri se inclina ante los supuestos “garantes o gerentes” del modelo para poder alcanzar las metas impuestas o sugeridas.
El PRO, en sus individualidades y también en su conformación como fuerza política, carece de un pensamiento nacional sobre el cual deba rendir cuentas. Se piensan desde una “ciudadanía globalizada”, cuyo interés principal es acoplarse con quienes rigen el mundo, se naturaliza así la idea de que los objetivos de la Nación pueden subsumirse en las prioridades y directrices que marquen aquéllos percibidos como “exitosos” o, al menos, “poderosos”. La “Patria” como tal, como constructora de identidad, aparece esporádicamente en forma de camiseta o cuando rueda la pelota.
El Gobierno ha depositado en el FMI una política económica que siempre compartió en sus lineamientos, que fue torpe en su instrumentación y sobre la que prefiere no pagar los costos políticos. De la mano de Christine Lagarde, el organismo aparece como el gran ordenador de un equipo económico que destila impericia y desconfianza.
Adaptarse al siglo XXI, una de las muletillas más usadas y abusadas en estos tiempos, sirve también para camuflar la improvisación y el desmanejo. Ante el vaciamiento de iniciativas políticas propias, muchas diezmadas por la propia acción y otras por la intensa oposición que generaron, Macri prefiere alinearse fronteras afuera aunque signifique desalinear las de este lado.
El supuesto “Gobierno del diálogo” lo ejerce en contadas excepciones. Más allá del debate sobre la legalización del aborto, los temas trascendentes que condicionarán –cuanto menos– al próximo gobierno se imponen a fuerza de anulación o de nuevos decretos. Poco importa si se trata de borrar la prohibición de las Fuerzas Armadas de actuar en seguridad interior, socavando uno de los grandes consensos sobre los que se reconstruyó la democracia. La supuesta “reconversión” no solo significa un retroceso, pone en riesgo el Estado de derecho, tiene costos colaterales y no es buena ni sana para la propia fuerza, que no está ni preparada ni equipada para tareas menores como asistentes de policías. La relación entre los uniformados y el Gobierno es tensa. No ayudó el virtual abandono de la cúpula gubernamental ante la desaparición del ARA San Juan y sus 44 tripulantes. Tampoco el paupérrimo aumento del 8% ofrecido inicialmente.
La nueva “doctrina” surge del alineamiento de Argentina con Estados Unidos en seguridad internacional, que señala dos grandes enemigos: al “terrorismo” y al “narcotráfico”, una hipótesis que ha disparado exponencialmente la violencia en los países donde fue aplicada. Para Estados Unidos, en cambio, significa la venta de armamentos, helicópteros, entrenamiento, y una presencia y reserva de tropas en “el patio trasero” moldeado por sus necesidades.
Del otro lado está la calle. Una protesta social que a fuerza de movilizarse ha logrado revertir algunas políticas de lobby y palacio. Que cree que la soberanía es innegociable. Que sigue pidiendo Justicia por Rafael Nahuel y Santiago Maldonado. Que cree que la puerta de entrada al siglo XXI es la equidad, la transparencia y la Justicia. Una pulseada que se reedita.
*Experta en Medios, Contenidos y Comunicación. Politóloga.