En una fiesta, una amiga me pregunta cómo estoy. Le digo que bastante cansado: por un lado, porque la intensidad política en la que vivimos y que tanto nos agrada (porque nos obliga a pensar y a interrogarnos a nosotros mismos), nos exige una energía y una prudencia que no creíamos tener y que, es más, estoy seguro de que yo no tengo. Pero además, le cuento, un nuevo libro mío está ya en las últimas etapas de su producción, y me dejo invadir por la inseguridad habitual en estos casos: ¿para qué publicar? ¿A quién le importa? Mi amiga, que no tiene formación literaria pero es una artista, no comprende bien del todo mis palabras: “Pánico escénico”, le digo. Es pánico escénico, pero se trata de un suplicio un poco más largo que el que puede sentir un actor.
Escribir puede ser más o menos placentero (creo que soy feliz cuando estoy escribiendo, no importa qué). Corregir un libro es una tarea monótona, tediosa, que por lo general enfrento como un trabajo rutinario: lo resuelvo más tarde que temprano, pero sin dramas de conciencia. Luego hay que enfrentar el proceso editorial en sí mismo: seguir atentamente el progreso de la corrección de pruebas (que peca siempre de “demasiado”: o el corrector corrige demasiado poco, o se le va la mano), aprobar la tapa, la contratapa, las solapas. En este punto la literatura, que antes había sido para mí un ensueño, un juego, una forma de investigar en qué clase de monstruo sería yo capaz de convertirme, y sólo eso (una experiencia de lo imaginario), comienza a convertirse en otra cosa: el libro, a diferencia del texto, es una mercancía y yo, que he vivido la mayor parte de mi vida entre libros, sigo ignorando su lógica. ¿Cuántas páginas tendrá impreso? ¿Cuál será su precio de tapa? ¿Cuánto tardará en aparecer en mesas de saldo? Después hay que acompañar el lanzamiento, haciendo, como se dice, prensa. Declarar, explicar, contar.
Cuando publico libros de ensayo (no es éste el caso), se suma además el suplicio que involucra la puesta en juego de la verdad: ¿habrá enunciados verdaderos en lo que escribo? Tratándose de la ficción, la cosa es menos grave, pero igualmente dramática: ¿se entenderá, se entiende lo que digo?
El mes que viene estaré inhabilitado para pensar en otra cosa que en el libro por venir. Y al mismo tiempo, con la desdichada conciencia de que ya no hay nada que pueda mejorarlo. Pánico escénico. Pero para poder seguir escribiendo (lo único que nos importa), no nos queda sino atravesar el infierno de la publicación. Y después, el olvido