Vení a la mesa, papá, hoy es tu día, acercate, queremos quererte y celebrarte. Imponente esto de ser el viejo, ¿no? Tu sabiduría presunta, o al menos la que preferimos y queremos constatar en vos, ¿es acaso mayor o diferente de la de mamá? Mamá resuelve asuntos, se sabe. ¿Cómo que no hay nada en la heladera? Lo que pasa es que no sabés ver. Va mamá, entonces, rasguña del fondo de la alacena un paquete de fideos y de inmediato organiza una salsa sabrosa con tres restos miserables que sobrevivían en rincones de la cocina. No se ahoga mamá, ésa es su clave, podés dormir sin frazada. Papá, en cambio, se abruma.
Como me dijeron una vez, ¿no será porque su padre era tan estricto que se quebró tan tempranamente? ¿Qué hay de admirable, entonces? A mí, al menos, me impresionaba esa integridad medio fastuosa de él. Creo. O tal vez me encandilaba que fuese tan congruente. Lo cierto es que desde ese fondo de los tiempos, papá ha sido y es una evocación tronante y resuelta.
Nos debe pasar sobre todo a los varones, esa percepción sutil y poderosa de convivir con nuestra herencia. Es inexorable, pero es una vivencia resistente. Papá (¿todos los papás?) marcó surcos profundos, demandantes. En las sagas existenciales, ahora que historias y raíces y trayectorias están en la yema de nuestros dedos porque, insomnes, podemos zambullirnos en Internet para iluminar la oscuridad del pasado, todo indica que los lazos familiares entre varones son rotundos y premonitorios. Es imposible, a la larga, escapar de ellos. Sos padre y vivís preguntándote cuánto estás determinando el camino de tus hijos, esas criaturas grandes que uno apellida como quien condena a ser prolongación de nuestras vivencias y ¿miserias?
Así que sentate hoy a la cabecera, papá. Te toca verificar que este día tenemos mimos tangibles para vos y queremos que los recibas. En verdad, lo necesito. Cuando miro a los ojos de tu foto, allí, en la parte nueva de Tablada, sigo constatando que la sonrisa te era inaccesible, casi imposible. ¿Trazos remanentes de milenarios dolores heredados e incrustados en vos? Capaz que sí, pero pasan las décadas y desde esa sepultura serena y austera sólo surgen y llegan imágenes de tu taciturna lejanía. Con esa lápida yo dialogo y me peleo hace tanto que ya es una rutina. Aunque confieso que la evocación indispensable y el diálogo incesante no cierran la posibilidad de plantearse dilemas.
Aquel papá de aquellas décadas proveía, sí, pero desde la severidad. Sin embargo, contenía sin contemplaciones. Seguramente, sin mucha ternura ni abrigo suave, lo admito. Pero la felicidad es que ahora este hijo de aquellos rigores bebe, regocijado, la miel de la permisividad, ya en clave de abuelo, sumergido en la dicha apacible de no exigir, ni juzgar, ni menos castigar, consagrado a la mera caricia, al puro placer de gratificar.
Veo muchos padres así. Transitan una era inasible y ebria de demandas. Bancan, recogen, llevan, visten, limpian, cocinan, lavan, quieren, imparten penalidades menores, “chirlos” simbólicos, que rápidamente compensan con abrazos fundacionales.
Y los padres cartoneros con su cría mordiéndoles los tobillos en sus largas caminatas callejeras, niños que crean juguetes con la basura en medio de la cual gatean, montados a veces en esos ominosos carromatos desbordantes de desechos que para ellos son mercancía valiosa, esos padrazos, ¿cómo será ser padres para ellos?
Es en días como éste cuando me dejo resbalar por un tobogán de minuciosa admiración por el gremio de mis camaradas progenitores. Esa fruición por querer y apreciar y admirar me reconcilia incluso con quienes están hoy lejos de mí. También tiñe de dulce melancolía el recuerdo de los muertos, esos amigos idos a quienes empecé queriendo cuando eran hijos como yo, y que luego fueron padres, cambiaron pañales, cortaron cordones umbilicales, prepararon mamaderas, empujaron cochecitos de bebé, limpiaron mocos y dieron de comer, trozo por trozo, milanesa, ravioles, papas fritas.
¿Por qué negar entonces que es un placer fastuoso padrear? Padrear digo: creer de buena fe que enseñamos, ilusionarnos con que marcamos vidas, imaginar que protegemos seres vulnerables. Año a año, así surgís en mi vida, desde esa imagen agridulce de tu lápida, papá, fuerte y no obstante frágil, tronante aunque abrigador, exigente en tu disciplina estricta, aunque risueño en tu blindaje excesivo.
No caben dudas de que son tiempos distintos, pero como es tan grande el abismo de las diferencias, hasta los lugares comunes valen. Me pregunto si acaso valieron la pena aquellas intemperancias de otrora, y si fueron ellas las moldeadoras de vidas significativas emocionantes. Aquellos padres de las eras estrictas asociaban la realización personal con una rectitud casi botánica. Como retoños, éramos tutorados en la condición de vacilantes arbolitos en ciernes; esa rectitud posterior sólo sería viable, creían, si desde la parvulez fuéramos debidamente sostenidos en andamios vitales. Hoy hasta dudamos de que eso sea tan así y en la alborotada laguna de la existencia, un rudo oleaje destripa las certezas más potentes, las ortodoxias más irreductibles.
La propia figura del padre como “el viejo” que guía está ensombrecida no sólo por la canallesca e imperdonable vileza de los abusadores-violadores, sino incluso por la progresiva aceptación social de familias en las que hijos adoptados o de laboratorio son criados por dos mujeres o dos hombres en pareja.
Pero eso eran ustedes, papá, y tal vez eso seamos hoy nosotros: guerreros pertrechados en viejas verdades temblorosas, dueños altaneros de aseveraciones que ya no son tan sostenibles. Ahora sólo importa, por eso mismo, la voluntad de apreciar y amar el padreo de los padres, la guía del tutor, la promesa de calor en la intemperie y luz en las tinieblas. Disfrutalo hoy, entonces, encabezando la mesa y contando tu historia. Aunque no haya mucho para repartir, ni grandes razones para abrigar esperanzas desorbitadas. Feliz día. Te lo merecés y nos lo merecemos.
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