Suelo decir cuando me topo con discriminación por nacionalidades: “Vamos, si la gente es igual en todas partes”. Cosa que es cierta pero no. Trato de explicarme, no sé si tengo éxito pero trato. No, no es igual en todas partes, fíjese usted si no, estimado señor, en esta chica, ay, borré el artículo, bueno, turca o por ahí, que era presentadora de televisión y la sacaron del medio porque un señor muy islamista dijo que se vestía indecorosamente, con escote y todo, mientras acá las chicas de la televisión, no todas, no todas, no proteste, querida señora, suben a las redes sociales sus fotos en cueros, cosa que a mí ni fu ni fa pero a los señores islamistas les puede llegar a dar un soponcio no sé si de bronca o de ganas. Pero lo que yo quiero decir con eso de iguales es que toda la gente en todas partes tiene más o menos los mismos deseos, que trata de satisfacer por distintos medios, y ahí en lo de los medios es donde no son iguales. No me diga que no: toda la gente en todas partes aspira a tener una casa cómoda o no, lujosa o no, pero un techo sobre su cabeza; aspira a estar calentita en invierno y fresca en verano, aspira a un buen trabajo bien pagado, aspira a poder comer todos los días, a casarse con el amor de su vida, a tener una familia, a comprarse un auto, a ir al cine los sábados, a tener amigos, a poder veranear… y a que le cuenten cuentos. No me diga que no. Todos, todas, en todas las naciones de todo este mundo y tal vez de los otros quieren que les cuenten cuentos. Si no fuera así no habría cine ni televisión ni libros ni radio ni nada, qué espanto. Pero los hay porque desde entonces, desde allá, desde nuestros peludos padres neandertales o sapiens, hubo alguien que se sentó a la entrada de la caverna y dijo: “¿Saben lo que me pasó?”, y le contestaron “noooo, ¿qué te pasó?”. Y el que contaba el cuento respondió: “Vi un tigre”. “Oooooh”, dijeron los demás. Y el otro empezó a contar “y el tigre me miró”. Ahí ya nadie dijo nada pero todos contuvieron el aliento. Y el de la aventura contó: “Y yo lo miré al tigre”, y los corazones de los oyentes galoparon como gacelas huyendo del tigre, y el otro siguió contando.
Así fue como nació la narrativa. No con alabanzas a los dioses ni con endechas de amor y desamor. Con un cuento. Porque íbamos a ser, si es que ya no lo éramos, sujetos de la palabra y del suceso que contaba la palabra. De ahí los mil barcos echados a la mar en pos de la belleza de una mujer. De ahí el chiflado ese que montó un jamelgo y salió con un gordo en burro a pelear contra los gigantes. De ahí el fantasma y la reina asesina y el rebelde contra el mundo y los locos y las heroínas de las hogueras y los escrutadores de tormentas y las indóciles y los amotinados y los ciegos soñadores de mundos improbables. De ahí que seamos todos iguales, desde el bardo de ojos nublados hasta mi nieto chiquito cuando decía antes de dormirse: “Papá, contame un cuento”.