Uno de los debates interminables pero pendientes en Argentina, que por eso mismo fue judicializado, es la sindicalización policial. Los que se niegan a reconocerles ese derecho suelen aducir dos razones contradictorias. Una, que se trata de un servicio público esencial que necesita cadena de mando; dos, que es otra agencia corporativizada, lo cual hace suponer que la sindicalización blindaría la autonomía policial.
Como un juego de espejos, las policías en Argentina fueron creadas a imagen y semejanza del Ejército. De hecho, muchas de ellas fueron fundadas por sus generales. Luego, con cada golpe militar, las policías se transformaron en otro brazo armado de los militares y, poco a poco, fueron incorporando prácticas que definieron al terrorismo de Estado. Vaya por caso la liberación de zonas, la tortura, la rapiña, etc. Se entiende, entonces, que la impronta militar defina su formación y fascine a muchos jefes. Aspirantes entrenados con la lógica de la guerra amigo-enemigo, donde el otro, es decir, la sociedad civil que se trata de conjurar en el futuro policía, es presentada como el lugar del desorden, el caos y el delito. Esto es compatible con el modelo de la seguridad pública, donde el fin que se propone para la policía consiste en la conservación del orden público, esto es, cuidar al gobierno de turno de la sociedad civil. Se dice que los policías necesitan destruir al ciudadano que llevan adentro para emprender su tarea. Para reprimir hay que mantener distancia. No hay brutalidad policial sin distancia social. Para practicar el hostigamiento se necesita referenciar a la sociedad, o a determinados sectores de la sociedad, como enemigos, actores extraños o ininteligibles.
Muy distinto es el lugar que la seguridad democrática asigna a las policías: proteger a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. Desde este paradigma no se necesita un policía en la vereda de enfrente sino otro interlocutor. Hay que dejar de pensar a la policía como la “yuta puta” o “el brazo armado de la clase dominante”. La policía no puede disponerse para que los estudiantes o barrabravas practiquen “tiro al blanco”. El policía no es un extraterrestre, sino un emergente social. Los defectos que encontramos en la policía podemos encontrarlos también en la sociedad. Por eso solemos repetir: no hay olfato policial sin olfato social.
Donde no hay gatillo fácil, hay linchamiento. El policía vive al lado de mi casa, compramos la verdura en la misma feria, llevamos a nuestros hijos a la misma escuela y gritamos el mismo gol. El policía está en la sociedad como pez en el agua. Mal que les pese a determinados sectores de la militancia y a muchos policías.
En estos últimos años se ha incorporado a las distintas policías una gran cantidad de jóvenes que las percibieron como una estrategia de supervivencia superadora al trabajo precario o las cooperativas de trabajo. No sólo tienen la oportunidad de tener un salario digno, sino reconocimiento de estabilidad y antigüedad, vacaciones pagas, aguinaldo, una obra social, acceso al crédito de consumo y aportes jubilatorios. Son jóvenes que crecieron en otra Argentina, mirando cómo distintos sectores conquistaban cada vez más derechos. Derechos que “ciudadanizan”, derechos que ponen a los actores en otro lugar. Mientras tanto, muchos sectores de la dirigencia continúan empecinados en negarles el estatus de trabajador. Un policía, antes de ser un servidor, como el médico o el bombero, es un trabajador. Reconocer su estatus de trabajador implica recordarles su ciudadanía, empezar a tejer puentes, construir interlocutores. Este reconocimiento es el punto de partida para pensar la sindicalización policial, reconocimiento que tiene que ser parte de un proceso de reforma que sigue pendiente. Combatir la violencia policial implica también desandar las distancias heredadas que nos llevan a enredarnos en nuestros propios prejuicios.
*Docente e investigador de la UNQ.
Autor de Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno.