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Para siempre

Mantenerse despierto toda la noche, en su propia casa, en su propio cuarto, y allí ponerse a leer, a leer y a leer para asegurarse de no quedarse dormido. Y eso por qué: por temor a que el padre pudiese aparecer de pronto a atacarlo y darle muerte. Lo cuenta Gustavo Ferreyra en La familia, esa novela memorable que acaba de reeditarse en Godot. En otro tramo, hay otro relato sobre noches familiares: uno que rememora las veces en que la madre, advirtiendo que se había olvidado de dar el beso de las buenas noches a sus hijos, entraba a la habitación y los despertaba: los despertaba para dárselo. Son escenas de La familia, son visiones de las familias: la rencorosa hostilidad del padre, la amorosa hostilidad de la madre.

Hay tal vez una resonancia de Roberto Arlt en las atribuladas noches de amenaza paterna que narra Gustavo Ferreyra; y hay una especie de inversión absurda de las tribulaciones por el beso materno de En busca del tiempo perdido de Proust. La familia viene a ser, en la versión de Gustavo Ferreyra, un factor de integración social no menos que de desintegración social: las dos cosas al mismo tiempo. Forma y deforma, hace y deshace, afirma y disuelve: lo uno con lo otro. ¿No se ha dicho acaso ya que hay algo de redundancia en la noción de familia disfuncional?

La historia de cada cual consiste en buena medida en lo que pudo o no pudo hacer con eso que le tocó y que le pasó. Un padre que atormenta, por ejemplo, que desprecia y que maltrata, por poner un caso extremo, pero no del todo infrecuente. No hay por qué llegar tan lejos como Los hermanos Karamazov de Dostoievski (y hay que dejar de lado a Edipo, porque mató sin saber a quién mataba); pero cabe obviamente remitirse a Franz Kafka, a la tan conocida Carta al padre de Kafka, o a la lectura que de esa carta hizo en su momento Carlos Correas, o a la reescritura que de esa carta hizo Daniel Guebel en El hijo judío.

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Porque el que no ha sabido qué hacer con las humillaciones paternas de antaño, o no ha conseguido hacer nada con ellas, puede que luego ya no pueda parar de agredir y degradar a quien sea que le quede al alcance, o puede que ya no deje una y otra vez de admitir que lo rebajen y lo basureen, que una y otra vez lo rebajen y basureen. No importa qué tan lejos hayan llegado, tampoco importa qué tanto poder hayan obtenido: siguen una y otra vez viviendo aquello que en su momento vivieron, ya sea que ejerzan ahora la función del daño, o ya sea que se mantengan ahora en el lugar del que lo recibe.