Tal el ruego de Ibarra. Un puñado de pésimos extras se hacen famosos. Acabo de ver el episodio, estetizado por la tevé y eternizado por YouTube. Lo vi escondiendo media cara entre las manos, porque me da la misma púdica vergüenza de cuando veo una obra pésima. Ibarra camina por la calle junto al periodista Malnatti, y los vecinos le expresan devoción, piden fotos, agradecen cosas que nunca parecen haber pasado. Malnatti desconfía de tanta unanimidad: Ibarra es un candidato, y ya sabemos que poco se puede esperar de ellos. Ibarra, nervioso, miente muy mal una llamada a una radio, y pide a sus organizadores que no le manden más muñecos porque se han dado cuenta de la farsa. Todo es patético. No sé si Ibarra –en tanto que ser humano– me gusta mucho, poquito o nada, pero aun si fuera mi peor enemigo, la situación es tan desgraciada, y la angustia queda tan humanamente retratada por la lente, que no me da ni bronca ni risa. Cámara uno y cámara dos me sumen en la más profunda tristeza.
Me pregunto qué será lo que Malnatti huele en el aire que le hace desconfiar de esta popular viñeta. Aun si a Ibarra no lo hubiera delatado la llamada telefónica, a estos vecinos villurqueros se los podría haber desenmascarado sencillamente porque eran actores malísimos. Toda la puesta en escena deja mucho que desear. Los actores (que tal vez sean efectivamente simpatizantes) representan roles maniqueos: el municipal laburante que está cambiando una llanta, las señoras rubias que quieren cultura, el gordo que pide foto con sus dos hijitas (a las que un mal inspirado Ibarra llama cariñosamente “las pulgas”). Todo el guión parece una mala copia de otro clásico: esa propaganda semiépica donde diversos obreros pausaban coreográficamente sus labores para gritar (todos bajo la misma marca) “¡Vamos, Menem!” Me hacía retorcer de la risa. Pero, ¿por qué si aquélla, en su vil torpeza, me daba tanta gracia, esta otra, en idéntica mala pata, me hace bajar los ojos de pudor?
Los simpatizantes actúan “mal”, pero no lo digo sólo en términos teatrales, que a nadie importan. Actúan mal lo que pretenden hacer creer. O peor aun: aunque fueran realmente simpatizantes (como adujo Ibarra) y lo creyeran en serio, actúan mal su propia creencia. Esto es casi lo peor que le puede pasar a un actor. A una persona. No logran contestar a Malnatti cuál de las acciones positivas de Ibarra recuerdan, ni qué hace de él un candidato mejor que los otros. No logran ponerse de acuerdo sobre si salen de la fotocopiadora o si trabajan en ella. Es decir, no saben de dónde vienen, ni para qué. ¿Cómo darle una estética a una cosa cuando ni siquiera hay cosa?
La campaña vulgariza el trabajo de los actores. Todos quieren actuar, y eso está bien: yo sé que la actuación (como los dibujos de cacerías en las cuevas de Altamira, que ritualizan y convocan la aparición del alimento) no sólo entraña cierta nobleza, sino que es inevitable. El lío es cuando se quiere actuar algo inexistente, una creencia que está vacía: allí la simulación se convierte en la forma aparente de la cosa, a ver si pasa por la cosa. Ibarra, que “actúa” en esos horribles segundos un notable, estoico desbarranco, parece el único real, el único en darse cuenta de que algo pasa, algo con consecuencias. Luego pide una suerte de disculpa. Como si dijera: ¿Y qué querés, macho? Si esto siempre se hizo así… Tal vez Ibarra, sin quererlo, sea el Cristo crucificado en pos de un cambio, y en ese caso hemos de darle las gracias: después de esto, la fantochada electoralista bien podría bajar algunos decibeles.