En árabe existen algunas palabras imposibles de traducir con una sola al castellano y otras que se usan para denominar una misma cosa en sus distintas variables. Existen, por ejemplo, mil y un modos de llamar a las nubes según su forma. Hay una palabra en particular, “adab”, que, según la interpretación de una amiga conocedora de esta lengua, significa “trato cortés y escrupuloso, conducta adecuada, respetuosa” y debe consumarse no solo entre personas, sino con los animales, el planeta e incluso los objetos. No se trata de no hacer padecer, sino de tener gestos benéficos para lo que los católicos suelen llamar prójimo, extendiéndolos a todas las criaturas y a lo que algunas criaturas han creado, de las máquinas a las obras de arte, de la ropa a los libros. El adab con el planeta se confirmaría en un comportamiento ecológico, el adab con las cosas en prolongar su durabilidad y el adab con los animales en tratarlos bien, aunque no seamos veganos.
Tienta fantasear con que, viniendo del árabe, que es como decir del islam, esta noción pudo haber hecho mella en sociedades llenas de mezquitas, musulmanes, centros de estudios de Oriente Medio y librerías especializadas en sufismo, derviches y traducciones de sabios tipo Averroes, como París. Si el cous cous se vende en el súper y el kebab es la comida rápida top, bien podrían haberse integrado otras cosas más simpáticas que el yihadismo. Pero no importan religión ni filiación política, ni si son franceses de veinte generaciones o inmigrantes que llegaron ayer legal o ilegalmente, la falta de adab de sus habitantes es ostentosa. Tanto como para que se hable del síndrome de París entre japoneses que viajaron esperando que el “merci” o el “monsieur-dame” sean algo más que fórmulas vacías, decepcionándose hasta lo patológico.
El comediante Olivier Giraud hace humor a partir de modales infames que se ven en cualquier barrio, desde no ceder el asiento a una embarazada hasta fumarle en la cara a una anciana con tos, y da consejos para ser un parisino auténtico: “Si alguien tropieza en el subte, se cae y le pide ayuda, ¡no lo ayude jamás! Solo ría ¡porque es gracioso!”. También se burla de otro problema clásico, el habitacional, y de la capacidad de la gente para fingir que sus cuchas húmedas cinco pisos por escalera son funcionales y bohemios pisos de soltero. A partir del humorismo, Giraud hace algo muy astuto y francés: reconvierte defectos y carencias en una marca de identidad.
Uno de los restaurantes más concurridos del coqueto –pero lleno de ratas– barrio de Les Halles, llamado Pie de Chancho, sirve como plato estrella eso, un gran pie de chancho, prácticamente desprovisto de carne, pero con mucha pezuña. Se lo disfraza con una pasada de pan rallado, haciendo inevitable pensar en la superioridad de la milanesa que, incluso en sus peores versiones, se puede masticar. Pero el local de tres pisos trabaja 24 horas y hay que reservar con tiempo para conseguir mesa. Turistas y locales luchando por extraer un gramo de proteína de un plato visualmente ¡y solo visualmente! interesante. Crear algo seductor y/o elegante a partir de elementos de calidad incierta, para la ciudad que en el Medievo era conocida como “la dulce”, es cosa de todos los días. En Memorias del señor De Schnabelewopski, Heinrich Heine lo puso en mejores palabras: “… esos manjares (…) que encontramos en un restaurante francés ofrecen un gran parecido con las bellas francesas. No pocas veces notamos que en ellas la materia principal se considera solo como una cosa secundaria, la carne es muchas veces de menor valor que la salsa y que así lo esencial es el gusto, la gracia y la elegancia”. Competentes como nadie en glamorizarlo todo, los habitantes de París saben que la amargura de sus gestos, elevada a la categoría de personalidad, ya no es tan amarga, y que lo magro puede ser un vicio burgués.
Habría que viajar en el tiempo para saber si fue una ciudad dulce alguna vez, no se puede confiar en los libros que lo aseguran porque los únicos libros confiables son los que refrendan lo que pensamos, o los muy buenos, o los que reúnen estas dos características, como París y el odio. “Es como si la novela dijera: quiero que la historia de esta fascinación personal que se transforma en frustración sea leída de un modo universal; quiero que sepan que la fascinación por París conduce fatalmente a la frustración”, me contó en una entrevista su autor, Matías Alinovi, hace unos diez años. Desde ese momento, mi ejemplar de París y el odio soporta relecturas, préstamos y viajes, pero se ve como nuevo. No es por milagro, sino por haber sido tratado con el adab que, a París, tal vez por estar harta de su excesiva y centenaria atracción sobre el resto del mundo, le parece innecesario.