Como me aburro haciendo las compras, me intereso por los patrones de consumo para hacer algo útil con la espera y para no pensar en inflación, que conduce al pesimismo, que me lleva a la tristeza, que desemboca en ansiedad. Así que finjo leer en mi celular mensajes que no tengo y fisgoneo otros carritos a ver qué compran las familias, a ver de qué están hechas. Es fácil detectar la norma “light”: los potes son verdes, la Coca es Life y no aparecen carnes. También salta el patrón “cumpleaños infantil”, en el que urgen las papas fritas, se atoran las salchichas y las gaseosas son flúo. No sé detectar muchos otros patrones. Veo mi propio carro. ¿Qué creerá de mí o de mis hábitos de consumo (lo cual es casi lo mismo) el tipo de atrás que mira sus mensajes en esta fila interminable? Me incomoda que sepan lo que pienso comer, como si consumir no fuera ya un reflejo para seguir con vida sino una publicidad encubierta de ciertos productos y no otros. Mezclo todo y hago imposible afirmar una sola cosa sobre mí: limpiamuebles con queso crema, broches con zapallitos, combinaciones indescifrables para evadir todo espionaje que pueda señalarme: “He aquí un ABC1, he aquí un vegano, aquí un soltero, aquí un beodo”.
Pero la compra rápida en el chino es información pura y obscena. La gente compra lo que le faltaba y los supermercados chinos viven en una suerte de extranjería permanente que no acepta tarjetas. Se compra con el efectivo que haya.
Esa señora lleva tres paquetes de Criollitas y tres latas de paté. Y nada más. ¿No le da vergüenza? Se le nota todo lo que piensa hacer. Viene de visita alguna amiga y seguro que le va a ofrecer paté hasta reventar. O tiene que apuntalar una picada de cosas más nobles que le quedó chica. Paga sin dar explicaciones y sin decir ni hola.
Total, la cajera es china y no le va a dar conversación. Ni pide bolsa: sale abrazada a sus tres paquetes y sus tres latas y yo no puedo creer que se le note tanto. Es como salir a la calle desnuda, díganme si no.
