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Apuntes en viaje

Payé

El vuelo es tranquilo, sin sobresaltos ni turbulencias; es mediodía y por las ventanillas vemos cómo nos deslizamos sobre un colchón de nubes gordas, a nuestro alrededor todo despejado.

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Payé. | Marta Toledo

Estoy engualichada con los vuelos. Después de las aventuras para llegar a Ribeirao Preto, poco más de una semana después, me preparo para ir a Caá Catí, una población pequeña en el corazón de Corrientes. Es la segunda vez que voy y estoy contenta porque tengo recuerdos muy hermosos de la visita anterior. Hay que llegar en avión a la ciudad capital de la provincia y desde allí es una hora y pico por tierra, atravesando palmerales y esteritos.

Caá Catí empezó a levantarse hacia 1705 y, según dicen los sitios web de turismo, su nombre guaraní significa: hierba de aroma fuerte; dicen que por el romero, la menta, la albahaca, que crecían silvestres y pisadas por los cascos de los caballos perfumaban el aire. Ya en el siglo XX se la conoce como “cuna de poetas”.

Así es que subimos al avión con Raquel y Vicky, en el aeropuerto nos encontramos con otros autores que también van hacia allá: Leonardo Gentile, Jorge Monteleone, Ernestina Perrens… todos estamos invitados a la Feria del Libro, que cumple diez años y viene preparándose desde hace meses. El vuelo es tranquilo, sin sobresaltos ni turbulencias; es mediodía y por las ventanillas vemos cómo nos deslizamos sobre un colchón de nubes gordas, a nuestro alrededor todo despejado. Sin embargo, cuando llegamos al aeropuerto de Corrientes hay una tormenta muy fuerte.

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El capitán nos pone al tanto y nos explica los pasos a seguir: dará unas vueltas, haciendo un poco de tiempo, a ver si la tormenta amaina y podemos aterrizar; o tendrá que regresar a Buenos Aires. Allí es donde empiezan el runrún, las hipótesis, el tráfico de información entre los pasajeros. La mitad del pasaje tendría que haber viajado el miércoles (estamos a viernes) pero una huelga de pilotos los mantuvo encerrados en un hotel dos días: hay un grupo familiar que no llegó al cumpleaños de la abuela, otros que faltaron a sus trabajos, otros que volvieron de un viaje largo por Europa y solo quieren estar de nuevo en sus casas; dos hermanos que van a reencontrarse con el tercero al que no ven hace más de veinte años. Un pasajero que viaja al lado de Raquel le cuenta que él viaja todas las semanas por trabajo y que esto mismo le pasó un montón de veces: por experiencia vaticina todo lo que ocurrirá media hora después. El infierno tan temido: hay que volver a Buenos Aires y rogar que reprogramen el vuelo.

Cuando llegamos a Ezeiza (salimos de Aeroparque pero el combustible solo alcanzó para tocar el otro aeropuerto) todavía hay que esperar a ver qué decide la aerolínea. Se nos ocurre que podemos alquilar un auto, viajar todo el día, llegar a la noche a Caá Catí. Nos entusiasmamos con la idea, un road trip improvisado, Raquel y Leo se turnarán para manejar, Vicky y yo vamos a cebar mate… tal vez podemos hacer una parada en Mercedes a ver al Gauchito y que me saque esta maldición de los vuelos. No conseguimos ninguna empresa que tenga sede en Corrientes para dejar el auto. En esas idas y venidas nos avisan que se reprograma para el día siguiente.

Estamos decepcionados y no sabemos que nos esperan dos días memorables: toneladas de chipá cuerito en la feria, asado de búfalo bajo una lluvia gloriosa, mates y conversaciones al borde la laguna, cervezas en un quiosco y otra vez lluvia bajo el alero del local. Una noche inmensa en la que escuchamos el canto de las ranas y una garza real parada en el agua, blanca como un ánima, una aparición, un verso de Madariaga. El payé correntino que nos abrazará los días siguientes.