Las aguas están quietas. Como un bálsamo insospechado, las ocupaciones de fin de año han sosegado los ímpetus revueltos y las reflexiones morales exaltadas por la suspensión local de la inicialmente celebrada final entre los clubes de fútbol River Plate y Boca Juniors. Estamos en el 2019 de la nueva era, y lo que ocurrió el 24 de noviembre de 2018 ya está casi olvidado.
Recordemos entonces: en un proceso sintético que ya nos parece algo familiar, la sociedad argentina comprimió la crítica y la hermenéutica de esos hechos durante dos o tres semanas en donde panelistas, periodistas, locutores, actores y/o entusiastas de la opinión pública ofrecieron un variado bestiario de consideraciones acerca de la barbaridad ocurrida en las cercanías del estadio Antonio Vespucio Liberti, el monumental.
Pero ya en las postrimetrías del descanso anual, el placer de la negación argenta se fusiona con el mesmerismo propio de la rutina estival rioplatense. Es bueno entonces aprovechar el momento de calma, para una reflexión semiótica; pero no sin antes aclarar dos puntos importantes: (a) sustraer un pedazo de cordón de la calzada y arrojarlo contra cualquier tipo de vehículo es moralmente malo y socialmente condenable. Nadie duda de eso. Y, (b) adherimos a cualquier supresión de la violencia, física o simbólica.
Y justamente este tema –el de la violencia simbólica– es el que nos convoca. Porque además de la evidente turbación producida en el espacio público, el piedrazo arrojado genera un efecto suspensivo en el acto deportivo, pero también en el inconsciente colectivo: nos invita a pensar qué nos pasó, pero sobre todo, qué nos ocurre en el nivel del cuerpo social.
Aquí es donde recuperamos el efecto pedagógico. El piedrazo resulta finalmente honesto porque nos demuestra, con eficiencia técnica y economía fáctica, un estado de situación: el de una sociedad atravesada por el conflicto, la beligerancia y la sospecha constante. Al punto de preferir la cancelación de un magno espectáculo deportivo antes que la pérdida de oportunidades, aunque estas sean espurias y tampoco se logre el output deseado.
El piedrazo, como signo, nos genera la inquietud de una autoconciencia difícil de digerir, al punto que preferimos olvidar. Visibiliza una sociedad estructurada en base a ansiedades, urgencias y compromisos, en ocasiones estériles. Impacta sobre un vidrio, y a la vez se estrella en nuestra herencia semántica y a la vez histórica. El piedrazo nos obliga a deconstruirnos como ciudadanos coparticipantes en el tema. Y nos invita a repensarnos como personas.
A contrapunto de lo que parece aceptable, evidenciar nuestros misterios como sociedad no significa riesgo alguno. Todo lo contrario: la caída se conforma en la indiferencia. Y el riesgo es creer que, por un instante, el tuit o el posteo resuelven el caso. En tiempos de colectivos y nuevos movimientos importantes, la esperanza se ubica en el ejercicio de la razón y la memoria colectiva. Quiera Dios que no sea el de ellos un destino más en el campo de un descuidado y de un disperso olvido.
*Decano de la Facultad de Ciencias de la Educación y de la Comunicación Social de la Universidad del Salvador.