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Pedir permiso nos hace humanos

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Mucho se ha escrito acerca de lo que diferencia a los animales de los seres humanos. El cristianismo, siempre tan propenso a soluciones simples, plantea que los animales son diferentes de los humanos porque así lo quiso Dios. Están quienes afirman que los animales no pueden hablar, y quienes consideran que pueden hacerlo, aunque no del modo en que se comunican los seres humanos, y que lo que los diferencia de éstos es que son incapaces de reír. Naturalmente aparecieron quienes, sin contradecir esta idea, afirman que para reír es fundamental tener conciencia de la propia muerte, y ésa es la diferencia. Para otros los animales carecen de alma, pero otros creen que la tienen, y de hecho tienen pruebas de que sus animales domésticos han tenido una buena y fructífera vida intangible después de muertos. El británico Edmund McMillan (1632-1723) daba por tierra con todas estas teorías y afirmaba que lo que nos diferencia de los animales es que éstos son incapaces de pedir permiso.
Efectivamente, dice McMillan en su ensayo Ask for Permission: a Way of Being Human, todas las otras características (excluida la bíblica, por fantasiosa y carente de asidero científico) adjudicables a los humanos pero no a los animales son discutibles. Basándose en una nutrida bibliografía de viajeros británicos en Oriente y Occidente, McMillan ofrece dudas en torno a todas esa carencias con las que el hombre, comportándose antropomórficamente, asigna a las bestias lo que las bestias no necesitan para su supervivencia. “De todos modos –dice McMillan–, los relatos de los egregios viajeros ingleses me llevan a confiar en ellos y creerles cuando afirman que han visto llamas reírse a carcajadas en América del Sur, y creer en Sherlock cuando afirma en las crónicas de sus viajes por la región Cantábrica que había conseguido mantener una conversación interesante e instructiva con un lobo”. Para McMillan, lo que diferencia a los animales del ser humano es la incapacidad de aquellos de pedir permiso. “Efectivamente –dice–, basta verlos actuar, ya sea en estado salvaje o en cautiverio, para corroborar esta tesis. El animal, de por sí invasivo, desconoce cualquier regla de protocolo y ceremonial. Entra donde le place, sale cuando le viene la gana, invade, roba, y hasta es capaz de imitar, pero en ningún caso hará nada de eso pidiendo la autorización debida. Los hombres, en cambio, suelen recurrir al permissum y quedan a la espera del debido consentimiento o autorización para hacer o decir algo. Los hombres de bien –continúa McMillan– suelen pedirles a las personas que se muevan cuando están obstruyendo el paso; en un lugar lleno de personas, el hombre pide permiso para que le permitan pasar, cosas que jamás haría un animal. El hombre también pide permiso para poder interrumpir una conversación y dar su propio punto de vista u opinión. Quien no lo hiciera puede ser considerado a todas luces un verdadero animal.”