Si no vamos a hablar de aquello que hace –según la expresión– al hombre lobo del hombre, si vamos a omitir nuestro asombro por la rareza de que jurados de legados dinamiteros entreguen premios de la paz a presidentes que se divierten en la noche jugando con joysticks que disparan desde aviones no tripulados sobre personas que aparecen en pantalla como blancos de radiactividad verde… si vamos a callar acerca de todas las cosas insoportables que son el solaz de los televisivos y radiales programas basura que se suceden como una plaga desde la mañana hasta la noche, entonces es posible que, para obrar en consecuencia, deberíamos elegir el silencio de la oscura noche del alma que es refugio de los místicos. Pero, ¿cómo resistir la tentación de entretenerse con el nuevo tropiezo de un candidato a diputado que se especializa en afirmar y desmentirse? “Por una boleta, sos boleta”, diría el tango. Lo sorprendente del nuevo escándalo ínfimo que protagoniza Cabandié es la oportunidad (electoral) en la que sale a la luz, ya que el hecho impugnable y berreta ocurrió hace meses. Desde luego, señalar el detalle no equivale a defender a un pichón de político que porfía en disparar el arma de su lengua en distintas zonas sensibles de su propia anatomía, sirviendo de festín barato para una oposición cuyo fuerte es crucificar salames. Tampoco deja de repugnar el estilo con que sus compañeros de ruta apartan de sí ese cáliz, como si de pronto Cabandié tuviera lepra. En ese show de protagonismos erróneos, las víctimas están en otra parte.