Por sobreactuación entendemos un fenómeno técnico, más bien propio de las ficciones, en el que hay un exceso de energía para obtener un objetivo quizá modesto; a veces tan modesto (por ejemplo: ¡créanme!) que la energía empleada en comunicar el mensaje es desproporcionada; lo es en gestos y también en producción, por eso cada rubro en sí mismo (peluquería, vestuario, maquillaje o tatuamiento) salta a la vista. El desfasaje suele ser cómico, aunque luego lleve al aburrimiento, porque en todo exceso de energía los matices (las sutilezas) se tornan imperceptibles. Todo ocurre en primer plano; al no haber profundidad (otro plano) la percepción se embota; el cerebro solo reconoce lo que ve, en vez de percibir por vías de lo sensible. Del conocimiento del mundo al reconocimiento de sus clichés; ese suele ser el camino de la televisión. Ni siquiera es posible allí el barroco, una forma estilizada que necesita del claroscuro.
El formato de la tele (sus planos, sus montajes, sus zócalos, sus márgenes) la amiga mucho con el primer plano absoluto y la distancia de la dialéctica figura-fondo; es un medio favorito para la sobreactuación. Para no sobreactuar en ella los actores aprendemos a hacer cosas; crearte tu propio fondo, por ejemplo, o permanecer al margen de lo obvio, tratando de no expresar nada cuando el plano ya ha dicho lo que había para decir. Es una actuación muy distinta de la del teatro y no es fácil actuar de buena fe en televisión.
Ella pretende (con conciencia o no) que creamos que la política es lo que la propia tele va a dibujar de ella: una silueta fuerte en rotundo primer plano. Entonces, a la larga, la campaña, que es algo así como una porquería cuyo destinatario no parece ser nunca el que ve, sino el que está al lado (que es menos inteligente que el que ve), va alzando los decibeles del ridículo y cuando da la vuelta ya no hay nada que discutir; no busca el disenso sino el simple like o el dislike, metáforas del voto.
Si la televisión –una industria– pretendía esto, ¿qué decir de las redes, que usan las mismas estéticas pero liberadas de toda curaduría industrial? La respuesta no iba a tardar. Al corte de pelo de Milei (una factura de los medios, que hace parecer a Feinmann un zurdo recatado) sigue en la lista el producto Alex Caniggia; sus spots espontáneos de apoyo a Milei son aterradores, pero el objetivo es que cualquier individuo con un celular en la mano pueda imaginarse candidato de un partido cuyas ideas profundas no se enuncian (al menos no como política) sino que son la negación de lo que hay, que, es claro, a nadie satisface. Era simple aprovecharse de ese descontento para ofrecer humo a los gritos.
Lo malo es que de este desfile de sobreactuaciones la política se nutre, como si comiera de lo peor de su propia basura para alimentar sus cambios futuros; debate con sus reglas, imita sus gestos, arma sus propias stories.