Marcos Peña logró torcer el brazo en todas las pulseadas internas de gabinete que tuvo desde que llegó Cambiemos al poder, logró ser los ojos del presidente y desplazar competidores con métodos no siempre propios de la nueva política que dice representar. Así entonces el jefe de gabinete de ministros entendió que estaba donde quería estar. Logró también el arribo a la añorada zona de confort de la suma del poder político de la coalición de Gobierno y empezó mostrar sus habilidades y sus errores dentro de la política servida que tuvo tres años de inexistencia opositora y colaboracionismos parlamentarios a piacere.
Al igual que el inolvidable negador serial y versátil ideológico Alberto Fernández, y el actual precandidato a concejal, Aníbal Fernández, Marcos Peña no fue siempre educado ni humilde a la hora de moverse dentro de una fuerza política en la etapa embrionaria de poder y con ambición de trascender por cambios culturales y refundacionales de un país con décadas de decadencia y crisis de valores totales y, parecerían, crónicos. Los que no le guardan afecto reconocen soberbia y pedantería propia de la edad, y formas y decisiones sobre materias que nunca dominó. La política entonces empezó a odiar al funcionario en crecimiento que como encantador de serpientes, cautivó a Mauricio Macri para lograr entonces aislarlo. A medida que la mediocridad se adueñó del plan económico y los errores de Peña crecían, entonces la mesa política agregaba alguna silla para que la idoneidad curáse los males que la tan sólo buena comunicación, o a veces, ni eso, habían generado.
Alfonso Prat Gay, Carlos Melconian, Maria Eugenia Vidal, Emilio Monzó, Nicolás Masot, Rogelio Frigerio, Horacio Rodríguez Larreta, apenas algunos de los que no miran ni miraron con buenos ojos las formas de Peña. Macri siempre terció en favor de quien consideró sus ojos, a pesar de una ceguera que hizo de una oportunidad de hacer un real consenso y expansión de la política, tan sólo una experiencia endogámica y sectaria incluso entre pares. La incapacidad de exhibir conclusiones positivas por parte de Peña en casi ningún aspecto de su gestión, todavía le conservan el caudal de credibilidad ante un Macri que ya no encuentra consejos ni oreja en casi nadie. El peronismo va por el poder y lo saben todos, menos Macri y Peña. Rogelio Frigerio, tal vez quien sea recordado como el presidente que no fue, fue el hacedor del pacto fiscal y la atomización peronista durante casi cuatro años, pero no cotiza en bolsa. Sí en cambio el duranbarbismo y la visión de Peña, donde todo es maleable, digital, medible y básicamente un fracaso en términos políticos y reales.
Macri aceptó que “la mano está dura” y Peña pidió una campaña “vietnamita
La interna con Vidal nunna se disipó y la falta de confianza está intacta. Quizás sea el mayor problema de peña la territorialidad, nadie es peísta ni gana elecciones a su nombre, tampoco conoce gobernadores ni tejió la “rosca” como bendijo con precisión quirúrgica Emilio Monzó, otro de los mal pagados por Cambiemos junto con Frigerio. Exilios políticos que el oficialismo ya paga y pagará en oro las semanas próximas. No existe ni parece poder existir el peñismo, tal como se ve el larretismo o el vidalismo. Párrafo aparte para el gran hacedor Larreta, que hace años milita en el horacismo ortodoxo sin que Peña o Macri adviertan que sólo están financiando la campaña de quien trabaja para su propio proyecto político con el peronismo en 2023.
Las acciones de la política suben inversamente proporcional a los errores de Peña y los creativos de la política, que suponen empezarán a acertar antes de octubre tras tres años y medio de ceguera. Será entonces la capacidad de Mauricio Macri de recobrar la vista y darse cuenta que lo que creía ser sus ojos, puede ser lo que el imprescindible Émilie Durkheim describió como el suicidio atómico, la desintegración de las instituciones y lazos de una sociedad, tal es el caso de Argentina. Por ahora, inviable, crónica, sin valores ni respeto por las autoridades y las fuerzas de seguridad, sin capacidad de ver ni diagnosticar si quiera el mayor problema que puede tener un país: asistir a la muerte de su moral.
(*) Periodista y analista político, columnista invitado.