No soy de viajar mucho. Sin embargo, en alguna que otra escapada, preferí dejar escrita mi columna, antes que tener que hacerlo en un hotel, en un bar, en viaje. No me gusta escribir fuera de mi casa, lejos de mi biblioteca, alejado de mi cenicero. Conozco gente que no va al baño fuera de su casa: algo así me pasa con la escritura (¿pero estos artículos son “escritura”?). Hete aquí, que la vida me depositó en Mar del Plata, y aquí estoy, escribiendo para usted, lector o lectora, porque la literatura no se detiene, el pensamiento crítico tampoco, y el aburrimiento dominical, mucho menos. En esta sensación de extrañamiento, uno de los rasgos mayores es la ausencia de diarios en formato papel. Los leo por internet. La lectura evanescente de las noticias me trae un sinfín de reacciones nuevas. La primera: no encuentro nada. Quiero decir: no encuentro las notas que, recortadas o separadas en pilas, hubieran servido de disparador –en el sentido balístico del término– para escribir esta nota. Recuerdo haber leído a un escritor que en una entrevista dijo algo así como que “escribía desde la vida y no desde la biblioteca”. Pero, ¿quién lo dijo? ¿Y cómo era la frase exacta? Y, sobre todo, ¿en qué diario lo leí?
Busco en el historial de Google, rastreo mis pasos, pero no logro hallar la frase. Me encuentro en la desesperante situación de no haber preparado un plan B y no poder encontrar el material de base para este boletín. No importa: si El País pudo publicar una falsa foto de Chávez agonizando, si nuestros principales columnistas-médicos (actividad que no ejercen desde hace décadas) opinan sobre si la Presidenta está loca o no según cómo la ven en la tele, por qué yo no podría escribir sobre un artículo que leí hace unos días, y al que recuerdo más o menos bien. Porque la idea de escribir “desde la vida y no desde la biblioteca” se me hace algo curiosa: aquí, en la bella Mar del Plata, escribiendo sin mi biblioteca, me siento como si me faltara algo central en mi vida.
Por supuesto que sobre gustos no hay nada escrito (dejando de lado, desde la Crítica del gusto de Kant hasta aquí, los miles de libros sobre el tema), por supuesto que no estoy hablando del gusto o de la neurosis de tal o cual escritor (si escribe de día o de noche, con o sin libros, etc., etc.), no se trata de valorizar un gusto (el mío sobre el de otros) sino de reflexionar acerca de la circulación y los efectos sociales y culturales de la división trivial entre vida y libros. Herencia maltrecha de cierta vanguardia vitalista a lo Rimbaud, que inventó todo sin leer nada; desembocadura triste de la ilusión de la experiencia de la tabula rasa, hoy el discurso que fetichiza “la vida” y demoniza la lectura lleva un nombre: populismo antiintelectual (valga la redundancia). Vengo escribiendo sobre esto desde hace un cierto tiempo. Es una pena que algunos amigos supongan que cuando pienso en lo intelectual estoy defendiendo los privilegios de un grupo cerrado o corporación a la que yo pertenecería. Esa sería una idea tan banal que me ofende que puedan asociarla conmigo (¿yo me expresé mal o ellos no entendieron nada?). Intelectual podría llamarse la experiencia fuerte de correr un riesgo: el de pensar. Pero la publicidad de la época dice que se puede pensar sin libros. Me gusta leer a quienes escriben contra la época.