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golpe de estado y Pj

Pequeña anécdota sobre las destituciones

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Entre las muchas barbaridades que solemos repetir suele aparecer un término muy trillado y peligroso que ha circulado como reguero de pólvora entre el progresismo epidérmico. Hablo del concepto de lo destituyente, usualmente asociado con una forma menor del golpismo y por derivación trágica (y encadenamiento de falacias), con la noción de golpe de Estado.
De hecho, el imaginario falaz en torno a la idea de golpe de Estado y golpismo suele disponer, en el modo más burdo y populista, dos bandos que disputan el poder. Uno desde el ejercicio y otro desde fuera, buscando acceder a él. Y como buen ejercicio idealista, se desentiende de la historia entonces, ya no sólo piensa representaciones del poder que son anacrónicas y reaccionarias, sino que además les asigna siempre las mismas caras, como si la opresión siempre fuera ejercida por los mismos actores.

No obstante, las nociones de golpe de Estado que el progresismo epidérmico deja de lado son, precisamente, dos de las formas más repetidas: el golpe como atentado de un poder hacia otro y el golpe como guerra de facciones dentro de un partido en busca de controlar el gobierno.

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Si en 1930, si en 1943, si en 1955, si en 1962, si en 1966, si en 1976 podemos hablar de golpes de Estado militares y cívico-militares según el caso, en 1989 y en 2001 podemos hablar de otro modo de golpe, con perfil económico, con forma de tenaza, orquestado desde dentro del gobierno (por una facción oficial) y por fuera del gobierno (otra facción, pero opositora), que provoca las renuncias anticipadas. Asimismo, en 1975 y 2012/13 asistimos a otra forma, que es la del atentado de un poder hacia otro en el seno mismo de los poderes del Estado. Pero también en la guerra de facciones que se dividen, como si fueran algo distinto al partido que las origina, y que se disputan el poder.

Hoy por hoy, el peligro de un golpe militar en la Argentina es nulo e inexistente. Es un poder horadado y reducido a escombros. Hoy por hoy, el golpe civil-económico en forma de tenaza también es imposible ya que tras la debacle de 2001 el sistema de partidos queda herido de muerte en la Argentina.
Hoy, el poder político-económico es hegemonizado por un partido que en su ánimo antirrepublicano (dado su rechazo al sistema de partidos políticos, su sistemática “confusión” entre partido y gobierno, dada su incapacidad de reconocimiento del principio de alternancia democrática) resulta el principal peligro destituyente, precisamente porque su ánimo no sólo se ha demostrado abiertamente anticonstitucional (la pretensión de reforma judicial), sino que es antiinstituyente (lo es por su rechazo a demandas legítimas de la ciudadanía en pos del respeto por las instituciones y la legalidad).

Ese partido es el Partido Justicialista, que en los últimos cuarenta años ha ido delineando una concepción de poder no muy alejada del PRI mexicano. Hoy el PJ (que es la cristalización de un partido político en un aparato faccioso enquistado en poderes provinciales y municipales desde hace décadas, con las características del caudillismo más conservador y reaccionario que no ha mutado desde mediados de siglo XX) no sólo se disputa por dentro y por fuera, es decir, en una verdadera pelea de facciones –atravesada por intereses del narcotráfico– quién debe administrar el próximo gobierno, como si el resto de los partidos políticos (o sus esqueletos) no existiera.

Por lo pronto, en su hegemonía, es el único partido capaz de atentar, desde dentro de uno de los poderes del Estado, contra otro, en un verdadero autogolpe.
El mecanismo ejercido con la pretendida reforma judicial sumado a la modificación forzada del Código Civil (sin contar las presiones y votaciones a libro cerrado en ambas cámaras) son apenas ejemplos de violaciones constitucionales varias.
Por el contrario, la destitución es un mecanismo constitucional y legal. Toda destitución es permitida en tanto se aplique contra aquel funcionario que haya faltado o traicionado a la ley o a la Constitución. Negar la existencia de esta figura ya de por sí supone una concepción antidemocrática, en donde la ley no rige igual para todos los gobernantes. Desde este punto de vista, todo reclamo en respeto a la Constitución y a las leyes, lejos de ser destituyente, es instituyente por excelencia: frente a un estado de cosas pre-republicano, pedir que se respete la ley y la Constitución es un lógico modo de lo instituyente.
Hoy por hoy, el PJ en su prédica contra lo destituyente expresa el retorno de lo reprimido vía extorsión moral: el peligro está adentro.

*Guionista-crítico-escritor
(www.conmigonobarone.wordpress.com).