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ocio, mujeres y cine

Perder el tiempo

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Los relojes desvían la atención del silencio. Sus agujas perforan el cuerpo. La mirada busca, entonces, el ruido. El paso del tiempo que se anuncia a cada segundo resulta ensordecedor. Incluso cuando la rutina lo convierte en una costumbre inaudible. Con los sentidos adormecidos o las palabras desenfocadas, el tiempo no hace más que acumularse sin musicalidad. Simplemente, se lo padece, se lo evade, se lo mata de aturdimiento. No se lo deja estar. Si no fuera por las obligaciones o por las distracciones, este ritmo no se habría soportado mucho tiempo. El espacio cronometrado es una caja sin resonancias, sin interrupciones. Sin tiempo para nada.

Posiblemente porque en alguna circunstancia haya escuchado el trasfondo de este abatimiento, el protagonista de La fiaca (1969) decide, un buen día, no ir a trabajar, apagar el despertador, quedarse en la cama. Su esposa se impacienta. La situación se pone cada vez más tensa. El hombre quería tener la jornada libre, pero se da cuenta de que no sabe hacer otra cosa que perder el tiempo literalmente. Su vida queda expuesta en su vacuidad. Exasperante como una criatura insufrible, ordena que se le sirva todo a su gusto. Pequeñas delicias de la vida conyugal. “A mí no me tomás más de estúpida”, le dice, por fin, la mujer al otro día. Atemperada por el sentido del humor, la película de Fernando Ayala pone al descubierto una serie de problemas que exceden la crítica al mundo de los oficinistas con sus grises cadencias que no sabemos a dónde han ido a parar.

Se oye cada vez más seguido que las mujeres hemos conquistado a lo largo del siglo XX muchas esferas que nos estaban negadas: educación, trabajo, política, sexualidad, arte, militancia. Una dimensión constitutiva de la vida cotidiana, sin embargo, suele quedar desdibujada como algo exterior o excluido del discurso. Tal vez, porque bajo las condiciones actuales no se la pueda mirar de frente o porque sus manifestaciones continuamente se van deslizando. Me refiero a la contradicción entre necesidad y libertad, entre supervivencia y goce. El tiempo, que es sonido, cuando es impuesto sin elección se convierte en un suplicio. Al carecer de motivaciones, no representa más que un ruido al margen de la voluntad. Silenciado el deseo, queda apenas una vaga ilusión de tiempo libre.

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En una tira de Mafalda, Manolito aparece desconcertado al verla con la cabeza apuntando al cielo. Le pregunta qué está haciendo. “Estoy mirando el cielo”. Por qué, o, mejor dicho, para qué, le preocupa saber. “Porque es lindo”, dice Mafalda. Manolito mira hacia arriba, pero no encuentra nada y concluye: “Qué manera tan azul de perder el tiempo”.

Hay una corriente de larguísima data, como una nota pedal casi imperceptible, que piensa la vida más allá del esfuerzo y de la escasez. La disyuntiva de vivir para trabajar o de poder imaginar una situación donde cada uno sea libre de elegir el modo y las condiciones de trabajo –“y sea libre de trabajar”, como dice Emma Goldman, “resultado de una inspiración, de un intenso deseo y un interés profundo en el trabajo concebido como una fuerza creativa”– es una cuestión política, ética y estética que hay que enfocar desde perspectivas de género, puesto que la injusta distribución de los tiempos, de las funciones y de las facultades constituye tantas veces un fuera de campo estridente no solo para los estudios académicos, sino también para el pensamiento libertario.

¿Se puede concebir el ocio como una experiencia que en alguna de sus tonalidades habilita la creación de posicionamientos subjetivos renovados? No se trata de un ámbito completamente separado del trabajo, ni de un lugar de actuación que descansaría en la conducta individual –como si no dependiera de diferencias culturales y desigualdades sociales, tales como la clase, el género, la procedencia geográfica, la orientación sexual, el estilo de vida, la generación–. Para decirlo con pocas palabras: no se puede tener una definición unívoca del ocio; más bien, su horizonte siempre se va desplazando.

Para las mujeres, que a lo largo de la historia hemos estado relegadas al ámbito de la reproducción, al trabajo no asalariado y a las tareas domésticas, los intervalos de ocio pueden convertirse en una fuente de relativa autonomía. En este punto, la visión sociológica tradicional que considera el ocio como una instancia complementaria a la jornada laboral, para designar un conjunto de actividades delimitadas (deportes, consumo, espectáculos), no permite abarcar el fenómeno prestando atención a lo que pasa a través de las distintas coordenadas del cuerpo sexual. Precisamente, el ocio se despliega en experiencias públicas, privadas e íntimas. Ilumina una zona que pone en escena formas de apropiarse afectivamente, placenteramente, del tiempo y del espacio. Experiencias, intervalos, formas: el ocio no llega a representarse como una entidad clara y distinta de las otras dimensiones que se materializan en el plano movedizo de lo cotidiano, sino que traza caminos, atajos, desvíos hacia el borde de los tiempos productivos y reproductivos.

Los ensayos que componen este libro indagan un repertorio de películas argentinas que esculpen mundos ficcionales donde el ocio absorbe nuevas reverberaciones. En tiempos contemporáneos, proliferan imágenes y sonidos de viajes, conciertos, juegos, lecturas, erotismos, contemplaciones, protagonizados por mujeres que históricamente han estado desplazadas de los papeles principales. El cine presenta algunas de sus figuraciones elusivas y permite imaginar, a partir de ellas, otras territorialidades, otras temporalidades, mundos afectivos que amplían el campo de las posibilidades creativas.

Así, pues, en la primera parte se explora el deseo ligado al ocio con relación al cuerpo que se mueve por espacios abiertos. En la segunda, aquellas narraciones que consiguen conmocionar el reparto de los tiempos desde los interiores.

*Autora de Al margen del tiempo, editorial Eudeba (fragmento).