Acumulo razones para perder un vuelo (o para no poder subir a un avión) a la espera de la, para mí (sin que entienda bien el porqué de este límite que me niego a franquear), más temible y odiosa de las situaciones: haber llegado tarde a un aeropuerto.
Pero el cerco se cierra y más tarde o más temprano tendré que rendirme a la evidencia de que incluso yo soy capaz de una desatención semejante.
Hasta ahora, siguiendo una curva de humillación creciente, no pude subir a un avión porque llegué un día antes al aeropuerto (oculté la circunstancia a quienes entonces me habían brindado su hospitalidad para no tener que renovar las despedidas y porque un apuro semejante podría interpretarse como una violación de las reglas de la hospitalidad). En otra ocasión estuve en el aeropuerto a la hora indicada, pero (porque reinaba la confusión a causa de una huelga de maleteros) el avión prefirió partir sin mí, sin aviso previo. Mucho más que ese desprecio (seguramente el vuelo estaba sobrevendido), me molestó no haberme dado cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que ya era demasiado tarde (y me perdí un destino que, en lo que me queda de vida, no volverá a repetirse).
La tercera vez llegué, como es mi costumbre, con tiempo de sobra al aeropuerto, pero no al que correspondía, sino a otro. Ya no podía salvar las distancias y tuve que salir al día siguiente (en el aeropuerto de destino, naturalmente, no se me esperaba, y tampoco en el hotel, donde habían cedido mi cuarto al primer advenedizo que se les cruzó en el camino).
No me quejo sino de mí, que en cada una de esas circunstancias me siento como un saco de huesos olvidado y despojado de toda capacidad de raciocinio. Viejo, tal vez, pero mucho más gravemente: senil, o irresponsable.