De los proyectos teatrales concebibles, los más inconcebibles son los más atractivos, como si la escena debiera reconfirmar mil veces que no es la escena sino el mundo. Gustavo Tarrío, a dos aguas entre cosas posibles y cosas sin nombre, sorprende con la precisión, el delirio y la sinrazón de Esta canción, un engendro musical deudor del ácido espíritu del cabaret de guerra, hecho a mano, resguardado por las paredes del circuito independiente y pidiendo a grito pelado ser oído en las calles de Villa Crespo. Pero ¿qué guerra? Esta. Literalmente, las paredes de la cálida sala Nun se funden con la gente que se apura por Velasco y que es atropellada por un piano rodante y dos o tres propósitos non sanctos.
Los intérpretes se la juegan. El código es áspero y firme: van a cantar sin parar, pero no por el gozo de relamer estribillos o reunirse en un jolgorio, sino como una forma extrema de no callar. En la misión suicida caen políticos y eslóganes de pacotilla, Pérez Reverte y la Real Academia Española, el teatro alemán revisitado por la pavada política porteña, Bolsonaro y toda la tragedia brasileña: alguien debía denunciarlos con nombre y apellido, aprovechando que la métrica y la rima lo reclaman para ejercer su propia belleza.
No contentos con el virtuosismo de entradas dificilísimas y dúos y tríos escabrosos para conjurar la desgracia del sentido común, se dan el lujo de invitar por poco y nada a agentes extraños al sistema. Yo los vi torturar a Diego Velázquez con una canción movediza que le hicieron aprender con exactitud prusiana para la ocasión y cuyo milagro durará lo que un suspiro, solo un par de funciones, para después picar de veneno mortal a algún otro talento desprevenido.
Lo efímero, que late en la angustia ancestral de todo teatro, es en Esta canción material de asombro y de culto. Profanos del sentido, estos criminales eligen la sombra, como el viejo cabaret desvencijado. Vaya y descúbralos ahí, porque no se van a molestar en ocupar ningún centro.