Mirando Roma tuve la impresión de que había estado en Ciudad de México en la misma época en que transcurre la película, principios de los setenta, cuando yo todavía no había nacido. Quizá mucho de lo que muestra la película de Cuarón sigue vivo, culturalmente, aunque buena parte del paisaje urbano haya sido arrasado por terremotos y en el DF coexistan varias ciudades sepultadas. La colonia Roma, sin embargo, conserva un encanto de época y no me sorprendería que la película haya sido filmada en el mismo escenario. Es quizá la única colonia en Ciudad de México que salió más o menos ilesa de los sucesivos terremotos y que tradicionalmente fue cuna de una clase media ilustrada. Hoy en día se ha transformado en la zona hipster y cosmopolita por excelencia, hábitat de artistas que renunciaron a zonas más chics como La Condesa o más clásicas como Coyoacán. Esta especie de Brooklyn latinoamericana ofrece vistas increíbles de las tendencias urbanas: mezcalerías de todo tipo, taquerías gourmet, cafés, pastelerías, casas de vinilos y ropa de autor.
El comienzo de la película me generó sentimientos encontrados que fueron diluyéndose con el correr del film, es decir, con las dosis de dramatismo que Cuarón administra sabiamente en el guión. Los planos secuencia largos, la cámara preciosista, enamorada de detalles de época que ningún cineasta en el setenta se habría preocupado por amplificar simplemente porque esos detalles eran naturales –los primeros planos de los coches, por ejemplo, entrando y saliendo–, podrían pasar por un derroche anacrónico, aunque en realidad son un tributo a la contemporaneidad de la película. ¿Por qué filmar así en el siglo XXI, después de que tanta agua corrió bajo el puente, subrayando esa estética vintage? La respuesta es tautológica: es posible filmar porque estamos en el XXI y extrañamos los monumentos arquitectónicos y mecánicos del siglo XX. Los cines que quedaron fueron parasitados por iglesias evangelistas. Y no hay más fierros: los autos desde hace décadas nacen con certificados de defunción.
En el film, el contraste entre la colonia Roma y las zonas rurales es tan impactante como ahora. La idiosincrasia del güero y del indígena puede considerarse un clisé, pero no perdió vigencia: México sigue claramente dividido racialmente. Roma puede considerarse un film muy bien construido que coquetea con el realismo social y repasa, sottovoce, un hecho histórico –la matanza del Jueves Corpus–, en el que se puede anticipar el germen irracional –y paramilitar– de la violencia actual. En los protagonistas todo cambia después de ese 10 de junio, aunque no sean políticamente conscientes. Se desatan varias pérdidas.
El modo de filmar la tensión racial en México tiene por momentos trazos gruesos, aunque se debe menos a una falla en el guión o a una mirada maniquea que al modelo: México es extremo, esa tensión es casi grotesca, y el color de piel predetermina todavía en el XXI un destino. El silencio sumiso o la gala del poder. Hay una escena rara, especial, en la que la protagonista, Cloe, llega a un pueblo rural y se acerca a un descampado, en busca del hombre que desapareció sin dejar rastro. En el paisaje se mezclan el sol y el polvo suspendido. El tiempo no pasa. En ese momento de la película respiré el olor de México y entendí que quizás en cada plano Alfonso Cuarón había logrado componer su propia memoria de un modo magistral, sin la vanidad del que recuerda.