Estaba fuera del país cuando se anunció que la bielorrusa Svetlana Alexandrovna Alexievich, nacida en Ucrania en 1948 y de nacionalidad bielorrusa, había ganado el Premio Nobel de Literatura. El nombre no me dijo nada y la biografía tampoco me despertó la necesidad de leerla. Yo sabía muy poco de Bielorrusia y sólo había leído a un escritor de esa nacionalidad gracias a la reciente reedición local de El obelisco de Vasil Bykov. Las notas de prensa sugerían que, más que una escritora, Alexievich era una periodista dedicada a temas humanitarios, un cebo muy del gusto de la Academia sueca y una buena razón para pasar de largo.
Pero uno de los títulos de Alexievich, Voces de Chernóbil, me resultaba familiar. De pronto me di cuenta de que tenía ese libro en casa. Al volver, me estaba esperando en la biblioteca, aunque no lograba entender cómo había llegado hasta allí. Después recordé que había leído dos novelas que transcurrían en la zona del desastre nuclear de 1986: el policial Tiempo de lobos de Martin Cruz Smith y la hermética Cuadernos de Pripyat de Carlos Ríos; probablemente, ellas despertaron mi interés por el tema y me llevaron a comprar el libro de Alexievich. Pero nunca lo había abierto. La prueba es que, al hacerlo, descubrí que si bien la central nuclear quedaba en Ucrania, las peores secuelas del incendio afectaron a Bielorrusia, hacia donde voló el 70% de la partículas radiactivas que contaminaron al 23% del país, llevaron a la desaparición a 485 pueblos y produjeron a lo largo del tiempo un número de víctimas imposible de precisar.
Así que me puse a leer Voces de Chernóbil, que en un país que se apresta a implantar centrales nucleares rusas posee una indudable actualidad. El método de Alexievich consistió en entrevistar durante diez años a más de mil testigos del desastre en busca de lo omitido y de lo íntimo: las viudas de los bomberos, las madres de los niños que nacieron deformes, los campesinos perplejos ante los cambios en la naturaleza, los científicos silenciados por la burocracia soviética (entonces a cargo de Gorbachov) y, ante todo, los “liquidadores”, siniestra palabra con la que se bautizó a los cientos de miles de soldados, civiles y voluntarios reclutados para apagar el incendio, enterrar los residuos, evacuar a la población, arrasar la tierra y matar a los animales de Chernóbil. Fueron héroes enviados a una muerte patriótica sin información, sin protección adecuada, sin conciencia de sus actos, a los que indujeron a enfermarse y callar con dinero, vodka y medallas.
Solemos pensar que los testimonios periodísticos son un género inferior y es cierto que la exposición ingenua de la memoria no es una garantía de verdad ni de comprensión. Pero la paciencia de Alexievich para escuchar a las víctimas y recomponer lo escuchado a la manera de un coro polifónico trasciende lo meramente anecdótico. En las víctimas de un horror tan singular, mucho más inexplicable que los de la invasión nazi y el Gulag, se produjo una inquietante y conmovedora aspiración al absoluto, un inesperado acercamiento a la religión, la historia y la literatura. Finalmente, la empresa de Alexievich me resultó más interesante que la de otros premios Nobel recientes como Modiano, Alice Munro, Mo Yan, Vargas Llosa, Herta Müller o Le Clézio.