Los periodistas que trabajan en los medios grandes piensan que quienes se autotitulan periodistas militantes o comunicadores militantes (los invitados a los programas oficialistas o columnistas de los medios gráficos oficialistas) critican al periodismo profesional por envidia. Porque siempre aspiraron a la notoriedad, trascendencia, influencia o visibilidad que permiten los medios grandes, nunca la obtuvieron y gracias al kirchnerismo sanan su frustración. El resentimiento es un gran motor de cambio y, administrado en dosis adecuadas, es una fuerza social movilizadora. Siempre y cuando la rabia no nuble la razón al punto de creer como verdadero lo falso, alimente el cinismo que haga que ya no importe que lo que se difunda sea falso, o la sed de venganza sea tal que se prefiera especialmente lo falso para herir más al “enemigo” humillándolo en aquello que más valora de sí.
En cada una de esas tres posibilidades, el lector podrá ubicar a algunos comunicadores del oficialismo. Los primeros, al ser buena gente, cuando descubran su error, se rectificarán. Los segundos, al ser mercenarios –conscientes o negadores– pasarán a trabajar para el opositor cuando llegue al gobierno. Y los terceros, los menos, al ser combatientes, ya sea por ideología o ambición personal, están dispuestos a matar o morir si lo verdadero no les es útil, no sirve.
Ideología. Periodismo e ideología son mundos muy distintos. Casualmente, el periodismo aspira a ser lo contrapuesto a la ideología. Como sucede con la relación entre la ciencia y la religión, para el creyente, ya sea político o místico, “si los hechos no se adecuan a la teoría –como bien ironizó Hegel–, tanto peor para los hechos”.
El periodismo pone frenos a la ideología para que no se convierta en dogma y que cuando llegue al poder no se absolutice. El remanido ejemplo del periodismo como contrapeso del poder. Nada cambia que gobierne la derecha o la izquierda porque toda revolución se hace siempre contra el poder establecido. Pero una vez triunfante, se transforma ella misma en el nuevo poder que sin contrapesos adquiriría un gigantismo destructor y autodestructivo.
Es ilustrador ver cómo la Fox News del hiperconservador Rupert Murdoch utiliza, para atacar a Obama y a los liberales norteamericanos (progresistas para EE.UU.), las mismas técnicas que el programa de la televisión pública argentina 6, 7, 8 aplica para castigar a críticos del kirchnerismo. Hay un documental que todo interesado en los medios y su relación con la política no podría dejar de ver, titulado Outfoxed: Rupert Murdoch’s War on Journalism (ver en http://e.perfil.com/periodismomilitante).
Se puede mentir hasta diciendo la verdad, simplemente siendo deshonesto en el uso de la técnica periodística al extraer una mínima parte de la realidad confundiéndola con el todo para hacer pasar lo falso por verdadero.
Pero la primera deshonestidad es metodológica: difundir propaganda con formato de periodismo sin ajustarse al pacto con la audiencia sobre que las opiniones son libres pero los hechos son verdaderos. Si la publicidad, que explícitamente asume que los hechos que recrea no precisan adecuarse a la verdad –por el efecto subliminal que produce la repetición– logra que adquiera verosimilitud esa realidad publicitaria que se sabe ficcional, cuánto mayor resultará entonces el efecto de la propaganda política si además se la enmascara con rostro periodístico.
Mentira. En un célebre texto de 1943 de Alexandre Koyré, La función de la mentira en la política moderna, se comprende la dificultad de conciliar la ética instrumental intrínseca al sistema periodístico con la política. Koyré analiza la mentira como arma sumada a la necesidad de todo totalitarismo de situarse más allá de la verdad, para poder transformar a su antojo el presente e incluso el pasado.
Si la mentira es un arma, “es lícito emplearla para la lucha, incluso sería estúpido no hacerlo –sostiene Koyré– a condición de no utilizarla más que contra el adversario y no volverla en contra de los amigos y los aliados”. “Si el engaño está permitido en la guerra, por ser el extranjero un enemigo potencial es que la veracidad nunca ha sido considerada como la cualidad preferida de los diplomáticos.” Y avanza Koyré en su análisis al enemigo interno: en la medida en que se produzca una “ruptura entre nosotros y los otros, se transforma la hostilidad de hecho en una enemistad en cierto modo esencial”. “En medio de un mundo de adversarios irreductibles o irreconciliables, vería abrirse un abismo entre ellos, entonces, mentir –mentir a los otros, claro está– no sería un acto simplemente tolerado, ni siquiera una simple regla de conducta social: se haría obligatorio, se convertiría en una virtud. En cambio, la veracidad fuera de lugar, la incapacidad de mentir, muy lejos de ser considerada como un gesto caballeresco, se convertiría en una tara, un signo de debilidad y de incapacidad.”
Otra reflexión de Koyré sobre la mentira en política se relaciona con la fuerza: “No se emplea la astucia contra los que es fácil aplastar sin grandes riesgos: se engañará al contrario para poder escapar del peligro”. “La facultad de mentir será mucho más necesaria y la virtud de mentir más apreciada cuando la tensión entre nosotros y los otros, la enemistad y la amenaza, crezcan. La mentira se convertirá en la condición de su existencia, en su modo cotidiano de ser, el fundamento prioritario.”
El tipo de vínculo que se establece dentro de grupos marcados por la “primacía de la mentira” crea una lógica especial: “Todo grupo reserva para sus miembros un trato privilegiado. La integración en el grupo –sigue Koyré– se convierte en una prueba irrevocable, la solidaridad se transforma en una dependencia apasionada y exclusiva; los símbolos adquieren un valor sagrado, la fidelidad al grupo se convierte en un deber supremo, a veces incluso único. La autoridad se vuelve ilimitada y la obediencia es la regla y la norma de las relaciones entre el miembro del grupo y sus jefes. El grupo de acción será, o se convertirá casi siempre, en un grupo de doctrina. Jamás creerá lo que oiga decir en público por otro miembro de su propia asociación y, sobre todo, no admitirá jamás como verdadero algo que sea públicamente proclamado por su jefe ya que no es a él a quien se dirige su jefe, sino a los otros, a esos otros que tiene el deber de cegar, engañar”. “No se sentirán confundidos por las contradicciones y las inconsistencias de sus aseveraciones públicas: saben que tienen como fin defraudar a los adversarios, a los otros, y admiran al jefe que maneja y practica con maestría la mentira. El sentimiento de superioridad de la nueva clase dirigente y su convicción de pertenecer a una élite reforzarán la fidelidad al grupo, que será la virtud principal de sus miembros.”
Para Koyré, “los grupos continúan conspirando” porque, a pesar de haber “conquistado el poder, adueñándose del Estado, no han logrado –todavía– los fines que se han propuesto. Los totalitarismos no son sino conspiraciones resultantes del odio, el miedo, la envidia, nutridos por el deseo de venganza”.
Epílogo. Alexandre Koyré –como Hannah Arendt, para quien la política era el lugar privilegiado de la mentira– era un filósofo que reflexionaba ante el horror del nazismo, del fascismo y del stalinismo. Sus ejemplos son exagerados para la Argentina actual pero quizá resulten útiles a los periodistas militantes bien intencionados, quienes al verse reflejados en este espejo ampliado quizá puedan evitar caer en los excesos que produce el entusiasmo.