Si uno se toma el pequeño trabajo de archivar en algún sector de su cerebro lo que podríamos llamar “datos de la realidad”, pronto tendría que convenir en que la realidad como tal no existe. Es decir, no hace falta hilvanar ninguna teoría sobre la existencia objetiva del mundo o del sujeto percibiente para convenir en que justamente los medios encargados de acumular los datos de esa existencia, recortarlos, encuadrarlos y presentárselos al observador (lector), te cuentan cualquier cosa. Como uno cree en lo que lee, últimamente en Argentina se podría propender a desarrollar artrosis de cervicales sacudiendo la cabeza de izquierda a derecha o de arriba para abajo, de acuerdo al medio escrito. Basta con ver los respectivos tratamientos de, por ejemplo, el enfrentamiento judicial Magnetto-Morales, las declaraciones de Binner sobre la inmigración, o lo que el lector prefiera. Lo que llamamos realidad se ha vuelto objeto de interpretación pura, al extremo de que cualquier político puede declarar que no dijo lo que dijo o que cuando dijo lo que dijo estaba diciendo otra cosa… En realidad, deberíamos admitir que no se puede vivir sin mentir y, sobre todo, sin mentirse. Que el kirchnerismo –haga o no haga “cosas” a favor o en contra de la patria– se suba a los coturnos de la épica sólo indicaría, menos que voluntad de engaño ajeno, una percepción desmesurada de la propia experiencia. La épica es un sueño ajeno, ¿y a quien le importa?, pero volver ese sueño persuasivo y convincente para los demás merece el título de gesta. Por eso, aunque yo tienda a pensarme como un gorila hecho y derecho debo reconocer que fenómenos megalómanos como el kirchnerismo y el peronismo me encantan. Porque la única posibilidad de que una narración funcione de manera eficiente es que el autor crea su propia invención antes que nadie.
La próxima vez podríamos hablar de Borges y Cervantes.