COLUMNISTAS
intimidades caprichosas

Plantar el ADN

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Pedro Mairal deja estas páginas para –dice entre líneas– dedicarse a lo suyo. Lo envidio y lo respeto. Y lo echaré mucho de menos. Yo preferiría también sentir que ocupo el espacio dedicándome a lo mío. Pero la escritura pública disuelve el “lo mío” en “lo nuestro”. Lo íntimo suele sonar fuera de lugar; lo público, apenas a repetición sensacionalista de una realidad hiperficcionalizada. En las charlas con amigos sucede algo parecido. Se empieza hablando de cómo estás, de cuánto ha pasado el tiempo, hasta que inevitablemente se abandona “lo mío” para pasar a “lo nuestro”, a cotejar salvajemente o en broma qué hay del portero y del padrastro en cada charla.

La realidad no funciona así en otros países. Puede que sí en Italia. ¿Por qué se hace ficción inmediata y voraz de lo real, al punto que hablar de la ficción, de literatura, de relatos que no han ocurrido, parece más bien una charla técnica entre creadores y no una manera de vivir en el mundo?

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¿Cómo se escribe en un diario? ¿Qué es aquí “lo mío”? ¿Debo opinar o debo narrar? El diario, por su naturaleza, adjudica a lo público, a lo político, una dimensión despampanante. Yo preferiría opinar menos y narrar más, es decir: expresar menos mi opinión (que suele ser íntima y caprichosa) y en cambio ordenar los acontecimientos que veo con algún criterio (también íntimo y caprichoso). Que es por supuesto otra forma de opinar. La disyuntiva se resuelve, así, siempre igual: escribir es íntimo y caprichoso. Ya ni leo los comentarios de los lectores. Ya no temo que una mano editorial modifique las columnas. Ya no me inquieta que la elección del tema resulte polémica o banal. Ya no estoy comunicando nada más, me parece. Y aun así no puedo evitar mantener abierto este canal, como no puedo evitar sentir pena cuando Mairal dice que cierra el suyo.

La realidad argentina susurra al escritor en el oído que no escriba más. Desde que todos opinamos quién la mató, si la cuestión sirve o no al Gobierno, si el ADN lo plantaron (¿cuántas veces escuché ya la repetición del tecnicismo, como si de golpe todos supiéramos cómo se hace?), opinar por escrito es una tarea fútil que se disuelve en ese océano de legos que todos integramos.

Narrar es más interesante, sí. Pero ¿cómo hacerlo? Un amigo autor me dice que recibió su cuenta de expensas garabateada –en aras del reciclaje– al dorso de una fotocopia de un manual literario. La fotocopia era sobre el género policial. Es un buen comienzo de relato. El género policial, decía el fragmento, exacerba el principio causa-efecto: nadie toleraría que no hubiera razón para el crimen, o que se resolviera por azar y no por un seguimiento de causas escondidas. Si el portero dijera “la maté porque se me antojó”, si no hubiera móvil racional, ni política, ni orden, o si el asesino ni siquiera fuera un sospechoso de la lista, el público se sentiría decepcionado. Por eso es que la ficción paralela que crece al lado de la verdadera Angeles ya no puede retroceder, no puede defraudar a sus infinitos seguidores. El rating dicta la escalada. Algún periodista sugiere descaradamente en televisión que, para él, el padrastro y el portero mantenían relaciones sexuales cuando la chica los vio, y que por eso la mataron, juntos. Es una hipótesis barroca y sensacionalista. Como lo de ese otro periodista con el contenedor, que no vi y que no describo para no hacerle más publicidad.

Desde entonces, los porteros de esta ciudad sobreactúan un poco, ¿o no? Los veo. Baldean más las veredas, a cara limpia, masculinizados, cívicos, como para poner en primer plano su función visible y olvidar las otras que se les achacan en masa y en secreto. Hay también chances de que el tipo sea inocente, ahora que el ADN se planta y todo eso, pero no quita que la actitud de los porteros sea sospechosamente corporativa. En casa de otra amiga, en Belgrano R, cuando se habla del tema ella nos pide que bajemos el volumen, porque parece que desde portería se escucha todo.

Todos opinan. Siempre que el dolor sea de otro. El deseo de que ese relato termine de manera fabulosa alimenta el devenir de nuestros otros acontecimientos íntimos. Hemos pasado del fuego en la caverna a hacer de la intimidad del otro nuestra ociosa vida pública.
Por eso el tema de toda literatura es –ha sido siempre– el otro.