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GOBERNABILIDAD

Poder amenazado

La herencia para el futuro presidente es aterradora. De la limpieza electoral a la economía y el delito.

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Los candidatos corren hacia la meta como autómatas, mirándose al espejo. En medio de una campaña abúlica y predecible, asoma apenas la promesa de un debate televisado, el primero en la historia argentina, en el que tampoco se discutirán con rigor los problemas de fondo. La función hace al órgano, el medio es el mensaje y la tele no sirve para debatir seriamente política pública. Más allá de los intermitentes escándalos semanales y de la fugacidad de las noticias (ya nadie extraña al breve Gigoló), yacen en el horizonte tres amenazas que comprometen la esencia de la gobernabilidad. Nuestra frágil democracia enfrenta un desafío inédito que puede derivar, de continuar la inercia actual, en otra crisis a la argentina: innecesaria, de las que conmocionan a la sociedad, generan traumas perdurables y definen una época.
Pareciera que Pierre Nodoyuna, el proverbial personaje de Los autos locos, estuviese a cargo de garantizar la transparencia del proceso electoral. Disfruta Patán, pues las trampas de siempre se notan más que nunca: en las redes sociales las urnas quemadas se ven en tiempo real. En una contienda que apunta a ser la más competitiva de la historia reciente, algunos puntitos pueden hacer la diferencia. Las groseras irregularidades que intenta naturalizar el kirchnerismo (con declaraciones autoinculpatorias de varios funcionarios) pueden ser decisivas para definir el próximo presidente. 
“Desde que se inventó la pala siempre se puede estar más abajo”, me explicó una vez un curtido hombre de campo. Tenía razón. Cuando parecía que Argentina había llegado al límite en su prolongado proceso de involución institucional, cae un escalón más sembrando desconfianza respecto del resultado electoral. El bochorno tucumano se reproduce con intensidad variable en casi todo el territorio nacional. ¿Cómo lograr entonces que la ciudadanía crea que se trató de una elección justa? Por primera vez en cinco décadas corremos el riesgo de que al próximo presidente se le cuestione su legitimidad de origen. No por la proscripción de una fuerza relevante, sino por las irregularidades que permite (¿alienta?) un sistema político corrupto y perverso, sobre todo los mecanismos electorales y de votación, pero incluyendo también la discrecionalidad y el derroche del gasto público y la emisión irresponsable de moneda para impulsar el consumo.
El largo letargo populista impone el segundo desafío de gobernabilidad. La acumulación durante más de una década de desequilibrios por una concepción anacrónica, simplista e improvisada de la política económica obliga a implementar un conjunto muy complejo de correcciones que demandarán un fuertísimo liderazgo y cuotas no menores de capital político. Ninguno de los candidatos lo admite, pero será inevitable devaluar, como ocurrió últimamente en todo el mundo emergente. También lo será ajustar el gasto público, elevar tarifas, derribar las medidas proteccionistas extremas y normalizar las relaciones financieras internacionales, con un acuerdo razonable con los acreedores que no entraron a los canjes y un vínculo maduro con los organismos multilaterales. Emitir deuda en los mercados financieros globales será la única manera de suavizar los costos del ajuste y bajar la inflación. Los argentinos deberemos reeducarnos en lo que implica vivir en un mundo interdependiente y con restricción presupuestaria: los precios relativos de los bienes y servicios deben responder a la racionalidad del mercado y no a la arbitrariedad del Moreno de turno. Los sectores vulnerables deben ser protegidos de esta inevitable corrección, pero la orgía de subsidios impulsada por un gobierno miope y tribunero llega a su fin.
Eso tiene costos, pero también beneficios si se hace rápido y bien. Reconstruida la confianza, es más fácil bajar la inflación, volver a crecer con inversión genuina, poner en valor las economías regionales y liberar la energía creativa de los productores argentinos que hoy sufren una perversa maraña de regulaciones kafkianas. Luego de cuatro años de estanflación, es mejor el fin de la agonía que una agonía sin fin. Sin embargo, salir del statu quo produce resistencias, vértigo, rechazo y, en algunos casos, dolor. Eso complica las perspectivas del próximo presidente, que deberá manejar el desgaste y mantener el control de la agenda.

Difícil. Ninguno la tiene fácil. Scioli contará con el peronismo, pero por un tiempo pujarán los núcleos cristinistas en su afán por no perder protagonismo. Macri deberá avanzar con un Senado en contra, una Cámara de Diputados dividida y la mayoría de gobernaciones y sindicatos en manos del PJ. Massa podría facilitar un gran acuerdo político y multisectorial, que surge como una opción razonable y necesaria al margen del resultado final.
La amenaza de gobernabilidad más significativa, no obstante, es la consolidación de las redes de crimen organizado. Un gobierno con una agenda política, económica y social complicada es una oportunidad ideal para que el narcotráfico se fortalezca e incremente su influencia. Un Estado enorme y prácticamente inútil como el que tiene la Argentina fue cómplice y testigo de la maduración de la industria de la droga, con consecuencias en términos de violencia y desestructuración territorial y social imposibles de ocultar. Carecemos de recursos especializados y de una coordinación para responder a este flagelo. Para peor, en los últimos tiempos CFK descabezó las principales agencias de inteligencia. Una caja de Pandora se ha abierto y nadie sabe cuáles serán los efectos. La inseguridad en general y la cuestión narco en particular nunca fueron tomadas en serio durante el ciclo K. El próximo gobierno no tendrá margen de maniobra: está obligado a reconstruir un Estado moderno, justo e inteligente.
 Cada una de estas amenazas de gobernabilidad constituye en sí misma un serio desafío. Dos combinadas son un cóctel explosivo. Las tres juntas, si no se las maneja de manera profesional y responsable, pueden derivar en un desastre. Tal como lo afirmó el historiador Waldo Ansaldi hace un cuarto de siglo, la Argentina suele entretenerse soñando con Rousseau, seducida con sus ideas de soberanía e igualdad. Como se busca forzarlas “desde arriba”, profundizando los excesos del presidencialismo, algunos han reaccionado enarbolando las máximas de Locke y Montesquieu: frenos y contrapesos, división de poderes. Sin embargo, el país nunca aplicó en serio las lecciones del Leviatán de Hobbes: cómo construir un Estado capaz de garantizar la seguridad, el orden y el control de todo el territorio. Que vuelva el Bambino: la base no está.