Paso buena parte de mis vacaciones mirando el mar de lejos y leyendo Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, de Orlando Figes. Es un libro monumental, tedioso y conmovedor; reúne una cantidad abrumadora de testimonios sobre el modo de opresión concéntrica que ejecutó el stalinismo para contener, controlar, reprimir y masacrar a las distintas clases sociales, so pretexto de defender la revolución o consolidar la unidad de la nación ante la inminencia del ataque del nazismo.
El libro de Figes es una alarmante ilustración del modo en que la articulación de una presunta “ideología correcta” y un sistema de vigilancia se extendió a todos los niveles –laborales, amistosos, familiares, sociales– convirtiendo a los mismos sujetos que padecían ese estado de cosas en garantes de su subsistencia: informantes. Que podían ser hijos enojados por los padres, sirvientas que desconocían o leían mal el sentido de lo formulado por sus patrones (pertenecientes a la nueva clase privilegiada del Partido), compañeros de fábrica envidiosos de la suerte del otro… Con esa masa, con esa materia, a la que la policía soviética seducía ofreciendo pequeñas ventajas materiales y a la que amenazaba de muerte si no obtenía denuncias consideradas válidas y suficientes, el stalinismo armó su aparato de poder y control.
Para despejarme de tanto horror, abro el diario. Leo que Mauricio Macri, en un mejoramiento privatizador del sistema de las nuevas manzaneras, organizará un sistema de vigilantes-informantes que reportarán a su nueva policía de Ciudad Gótica. El sistema luego se abrirá a la iniciativa individual: cada casa, un búnker de denuncias del otro, del distinto, del que tiene más pasto en su jardín o me mira raro.