No generalizo, cuento lo que a mí me pasa: empiezo escribiendo a partir de un título y me dejo llevar por él. A veces termino en lugares inesperados, como la semana pasada, cuando esperaba hablar de las nuevas caligrafías y terminé hablando de los viejos corruptos. Disfruto desde hace tiempo de las ambiguas ventajas de un “teléfono inteligente” que me regalaron. Poco es lo que el aparato ha hecho para demostrarme su sagacidad o sabiduría, y todavía lo considero muy por debajo del lavarropas en la escala zoológico-mecánica de la que participa (ni uno ni otro, por cierto, están a la altura de las ominosas fantasías de antaño: Terminator o su execrable secuela, Matrix), pero hay un aspecto en el que, lo reconozco, el adminículo borderline ha despertado mi simpatía. Su sistema operativo se llama Android, y facilita a sus usuarios un método para el ingreso de texto llamado swipe, que consiste en deslizar la yema del dedo sobre las letras sin levantarlo. El programa deduce la palabra que uno quiere escribir y, la mayoría de las veces, acierta. Como soy muy torpe manipulando teclados diminutos, uso siempre esa opción que, además, me permite mejorar mi “trazo” procurando que, “mientras” escribo el dibujo resultante sea, si no bonito, por lo menos elegante y continuo.
Hace tiempo que vengo subrayando el hecho de que las nuevas tecnologías no niegan sino que reactualizan la antigua cultura humanista. Esta última invención me convence todavía más de lo mucho que nos parecemos a los antiguos copistas del medievo. Y diré más, ya que estoy en esta veta delirante: nuestros procesos de escritura se aproximan cada vez más al dibujo con pincel propio de los calígrafos chinos. No importa si la palabra “exacta” se corresponde con el rumor de pensamiento que uno quería poner por escrito, sino la belleza y la armonía del trazo. Y eso es poesía en su forma más alta. Y la poesía es un arma cargada de futuro.