En Occidente, antiguamente concebíamos el poder de manera semejante a la de los actuales fundamentalismos islámicos, por el escaso desarrollo de la ciencia y la intromisión de la religión en la política. Se suponía que los reyes eran sabios por naturaleza, no necesitaban estudios ni asesores, eran instrumentos de gobierno de Dios, y eso era suficiente. En la lucha por el poder actuaban seres extraordinarios, como el apóstol Santiago, que apareció en 930 en la batalla de Clavijo, en 1519 en la batalla de Cintla y en 1520 en el Templo Mayor, montando siempre un caballo blanco y blandiendo una espada para degollar a los enemigos. Por eso se lo venera todavía como Santiago Matamoros en España y se lo veneró un tiempo como Santiago Mataindios, aunque la advocación quedó en desuso. Hoy se enfrentan simples mortales.
La cultura democrática latinoamericana es débil, se presta para que surjan mesianismos y dinastías. A nuestros políticos y analistas arcaicos les gustan los líderes iluminados, que no dependen de las encuestas, que lo saben todo, que “hacen lo que deben hacer”, que son grandes oradores, no usan teleprompter, ni revisan estadísticas. Creen que el verdadero estadista no necesita informes de los sociólogos, psicólogos y economistas para comprender problemas como la pobreza. El político sabio se concentra, decide con su intuición cuál es la verdad, y ordena a sus áulicos que publiquen las estadísticas que imaginó. Cuando su dimensión es superior, habla con pajaritos de plástico, como el inmaduro Maduro, o con insectos y zombies, como Papa Doc Duvalier.
En Estados Unidos los presidentes y políticos importantes trabajan siempre con escritores de discursos. No conozco ningún líder latino capaz de contratar a un especialista para que le escriba un discurso. Todos son mucho más sabios que los norteamericanos.
El endiosamiento de los caudillos los llevó a proponer reelecciones indefinidas: eran tan excepcionales que necesitaban quedarse en el poder para siempre. En México Porfirio Díaz fue reelegido por 27 años seguidos, se desató la revolución mexicana y se prohibió toda reelección. Cuando Alvaro Obregón intentó alterar esa norma buscando un nuevo mandato, al terminar el período de Calles, fue asesinado por un cristero que le asestó cinco tiros. La autopsia encontró diez impactos más de varios calibres, que seguramente vinieron de fuego amigo. Desde entonces nadie volvió a hablar de reelecciones en México.
En Centroamérica las reelecciones y las dinastías familiares fueron frecuentes. Rafael Trujillo gobernó Dominicana 31 años, Joaquín Balaguer se reeligió muchas veces, los Somoza gobernaron 53 años, los Castro 56. No se prohibió la elección de parientes íntimos de los mandatarios, pero fue una norma no escrita que se respetó en todo lado.
En los últimos años las reelecciones indefinidas reaparecieron impulsadas por los autoritarismos tropicales. Los militares venezolanos y nicaragüenses se mantienen en el poder con reelecciones controladas, en Perú y Ecuador, Morales y Correa intentan perpetuarse.
En Argentina, desde el primer peronismo fue usual la política en pareja. Perón-Perón fue una fórmula que llevó al poder a Isabel Martínez; Néstor Kirchner casi logra la continuidad indefinida con la fórmula “pingüina y pingüino”, alternándose en el poder son su señora, burlando cualquier disposición constitucional que promueva la alternabilidad. Hay políticos que se entusiasman con la idea y desde su postulación preparan el juego de “conejo y coneja”, “gatito y gatita” o cualquier otra dupla, para quedarse con el sillón de Rivadavia en la sala de su casa. Con tantas vivezas latinas sería sano prohibir la reelección indefinida del presidente, y también que sus parientes y afines íntimos puedan ser candidatos a reemplazarlo. Sólo así podremos garantizar la alternabilidad, pilar fundamental de la democracia.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.