La imagen de un grupo de niños enjaulados teniendo que aprender a cambiarle los pañales a una pequeñita en un campo de detención de inmigrantes en el sur de Texas, esta semana, ofrece una estampa elocuente de las políticas de la crueldad. En un ensayo publicado en 2001, Etienne Balibar caracteriza la topografía de la crueldad como aquellas formas de violencia sistemática que aparecen como
“peores que la muerte”. En la escena global, la expansión de la crueldad en todas sus formas pone en jaque las condiciones de posibilidad de lo político. Es que si la acción política comprende formas de acción y participación colectivas, las políticas de la crueldad impiden, bloquean, criminalizan y sabotean la iniciativa política, especialmente por parte de los más vulnerables que reclaman inclusión. Y han sido ellos, en particular, con sus voces, demandas y acciones quienes vienen definiendo el campo de la política democrática desde la antigüedad.
Las políticas de la crueldad niegan e invisibilizan al otro. Tal como se ve con frecuencia en el tratamiento de los migrantes (258 millones, en 2017), pero también en las zonas de exclusión interna con los sin techo, los pobres, o miembros de etnias o géneros no hegemónicos, a ese otro no deseado se lo construye como a un
objeto y en esos términos se dispone de él. Así es que, invocando la ley y el orden, los ejecutores de las políticas de la crueldad implementan procedimientos administrativos y policiales a través de los cuales a esos otros se los “detiene”, se los “procesa”, se los “remueve”, se los “retorna”. No solo son ignorados en tanto que sujetos de derechos, sino que se silencian sus voces y oculta o estigmatiza su presencia. Y al impedírsele nombrar demandas y conflictos, se erosionan también las bases políticas de una comunidad.
La crueldad impostando a la política aparece en el gesto vacío y helado de abandono radical del otro. Es el soltarle la mano al borde del abismo, sin asumir responsabilidad alguna por su suerte y sin siquiera hacerse cargo de su condena. Es el movimiento de “dejar morir” que Michel Foucault describiera como eje de la biopolítica moderna y que torna a las poblaciones en objeto central del gobierno. En estas condiciones, el dejar morir se inscribe sordamente en medidas administrativas, de política económica, de salud, de inmigración, educativas que se anuncian o avalan mientras se apela a la ley y al orden.
La violencia de un destino “peor que la muerte” se anticipa en lo que no se dice, en las elisiones. ¿Por qué separar a niños pequeños de sus familias sin un plan de reunirlos en el futuro? Las preguntas acerca de las razones de las medidas y del destino del otro quedan sin respuesta. Lo que no se dice es que, a consecuencia de ciertas políticas económicas,
de salud, o de inmigración, muchos de quienes no cuenten con cierta nacionalidad, documentos, posición social, dinero, trabajo, seguro, o redes sociales no van a poder seguir viviendo. Es en los vacíos discursivos, en los silencios estatales que se cuelan y reproducen las políticas de la crueldad.
Seguramente, entre los ejecutores de políticas de exclusión radical del otro muchos eligen no pensar. Los clichés del respeto por la ley y la protección de la nación abundan. Pero para otros, las víctimas se merecen su destino. Detrás del silencio
verdugo en ocasiones se cuela algún argumento teológico o una teodicea como la fe en el mercado. Es ésta última la que parece dominar en estos días. En la escena neoliberal lo que lo decide todo es el mercado, y el equilibrio del mercado en ocasiones requiere que los que sobran se dejen morir. Entre las elisiones y eufemismos en el tratamiento administrativo del otro se decide su destino, se erosiona la democracia, y se reproducen las políticas de la crueldad.
*Profesora Asociada, Departamento de Ciencia Política, Union College, NY.