COLUMNISTAS
Presidentes Argentinos

Por qué no somos un país normal

La Argentina es el país de la inestabilidad y la sociedad de los humores bipolares. La inestabilidad es tanto política como económica. Desde 1930 hasta 1983 la Argentina vivió bajo un régimen militar. Desde 1983 hasta hoy nuestro país es democrático; aun así, hemos tenido más presidentes que los pautados por la Constitución y, con frecuencia, esas situaciones contaron con el aval de buena parte de la sociedad. La inestabilidad económica no le ha ido en zaga a la política: la Argentina es el país del mundo con la más alta tasa de inflación promedio entre 1946 y el presente.

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La Argentina es el país de la inestabilidad y la sociedad de los humores bipolares. La inestabilidad es tanto política como económica. Desde 1930 hasta 1983 la Argentina vivió bajo un régimen militar. Desde 1983 hasta hoy nuestro país es democrático; aun así, hemos tenido más presidentes que los pautados por la Constitución y, con frecuencia, esas situaciones contaron con el aval de buena parte de la sociedad. La inestabilidad económica no le ha ido en zaga a la política: la Argentina es el país del mundo con la más alta tasa de inflación promedio entre 1946 y el presente.
Además –o tal vez relacionado con todo eso– la sociedad es ciclotímica. Se entusiasma con gobiernos a los que presta gran apoyo para, tan pronto algo no anda demasiado bien o en cuanto se cansa de su gobernante, sentir fastidio y hartazgo.
En casi todas partes del mundo la confianza en los gobernantes tiende a estar en alza en el momento en que asumen y tiende a desgastarse con el tiempo; en la Argentina, esos picos y bajas son abrumadoramente contrastantes. Ricardo Alfonsín, Carlos Menem dos veces y Fernando de la Rúa ganaron con el 50 por ciento de los votos y al momento de asumir cosecharon un 70 por ciento o más de aprobación; Cristina Fernández estuvo cerca de esos récords. Néstor Kirchner obtuvo muchos menos votos, pero su aprobación después de asumir fue aún más alta que la de cualquiera de aquellos. Y todos terminaron sus mandatos con la tasa de aprobación en baja, cuando no por el suelo. En la Argentina se pasa del amor al odio político con enorme facilidad. La opinión pública muchas veces pone en valor a líderes de estilo caudillo pero con igual frecuencia encumbra a líderes sin carisma y hasta incapaces de conmover –aquel memorable aburrimiento de De la Rúa convertido en spot de campaña es un testimonio de esto último–.
Puede concluirse que la sociedad argentina en su conjunto, o en promedio, aspira a cosas incompatibles entre sí. La ciclotimia se parece a la de esas personas que desean todos los bienes en oferta, gastan sin límite y cuando se dan cuenta de que se les está acabando la plata dejan de comprar hasta lo que necesitan. La sociedad más inflacionaria del mundo no fue inflacionaria porque ama la inflación; más bien le teme como a pocas otras cosas. Pero vivió en inflación y sigue haciéndolo, porque aspira a consumir más de lo que puede gastar y quiere que el gobierno le resuelva todos los problemas. Cuando los gobiernos no resuelven todos los problemas (porque ningún gobierno puede hacerlo), la sociedad los repudia.
Las demandas sociales en la Argentina de hoy están concentradas en cuatro temas principales: la delincuencia, el desempleo, la inflación y la educación. Hay otra demanda no expresada explícitamente: mantener un nivel de vida de clase media que en muchos casos sólo puede ser alcanzando si el Estado subsidia los servicios públicos, el transporte, la salud y la educación. Al gobierno de los Kirchner le ha ocurrido algo similar a los presidentes anteriores: el gobierno se mantiene aferrado a su agenda inicial, mientras la sociedad, al cabo de un tiempo, establece nuevas prioridades, plantea nuevas demandas, cambia su agenda. En el caso de Kirchner, se interpretó que la demanda inicial era atacar el desempleo. En el de Cristina se interpreta que la demanda es un gobierno centralista y distribucionista. Todo eso fue cierto cuando la Argentina emergía de una profunda crisis. Cinco años después la inflación está en la agenda, con un agregado: mientras el desempleo está efectivamente en baja, la inflación está efectivamente en alza; la sociedad ya no pide centralismo y distribucionismo sino federalismo y productivismo. El Gobierno no lo entiende, y por eso se muestra desconcertado cuando la sociedad apoya al agro. Hay poco y nada de ideológico en las demandas sociales, y la ideología es ajena a los humores cambiantes de los argentinos.
Cosas parecidas –con otros temas en la agenda– les ocurrieron a Alfonsín, a Menem, a De la Rúa. Todos ellos, como los Kirchner, tuvieron sus aciertos. En todo caso, todos interpretaron el sentido del mandato que acompañó al voto con el que se consagraron presidentes. Y todos adolecieron del mismo defecto –además de otros más específicos de cada uno–: no acompañaron a la sociedad a medida que ésta fue cambiando de demandas y expectativas.
Los argentinos, en gran mayoría, nos sentimos presa de un sino superior que nos afecta sin posibilidad de resistirlo: un destino fatal que hace que nuestro país no pueda estabilizarse y funcionar como un país normal. Ese sentimiento acarrea un pesimismo que sólo a veces, y por cortos períodos, se ve paliado. La frustración y el desencanto se vuelcan casi siempre sobre el gobierno de turno. Como si casi todos olvidásemos que fuimos nosotros quienes elegimos a ese gobierno, y a los anteriores que suelen ser de triste memoria, y a los legisladores que nos decepcionan; y que fuimos nosotros –los ciudadanos– quienes vaciamos los partidos políticos cuando nos cansamos de sus dirigentes y sus trapisondas; y que somos nosotros quienes no cumplimos con las leyes y con las reglas del juego tanto como nuestros políticos, nuestros gobernantes o nuestros empresarios.
Si alguien se pregunta hoy cuál es la mayor debilidad del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la respuesta de quien esto escribe es: no acierta a restablecer su sintonía con la sociedad, persiste en mantener con ella un diálogo de sordos, no advierte que la mayoría ve algo distinto de lo que ven ella y sus colaboradores. No es una debilidad original: sus predecesores padecieron de lo mismo. Un buen deseo es que no termine como terminaron ellos: con la imagen pública por el suelo.
*Sociólogo.