No suelo comprar comida en la calle. Desconfío de todo, y me sobran razones para ello, pero creo en los departamentos de análisis bromatológicos, que tienen a su cargo el control de la inocuidad y calidad de los productos alimenticios cuyo principal objetivo es proteger la salud pública. Del mismo modo que lo mínimo que se le pide a un taxista es un registro de conducir que lo habilite, de manera que el incauto que se sube a su taxi tenga la garantía de que el sujeto en cuestión sabe, cuando menos, manejar, los que dictan cursos, seminarios y talleres deberían pasar, como mínimo también, un examen. No digo un examen muy profundo, algo simple, bastaría un dictado o poder subrayar en una frase sustantivos, adjetivos, sujeto y predicado. Hace falta una especie de laboratorio de análisis capaz de informar acerca de ciertos valores, como ser humedad, cenizas, nitrógeno, azúcares reductores, materia grasa, PH, fibra dietaria, grado alcohólico, información nutricional del curso o taller en cuestión. Cuánto bromato de potasio, cuánto gluten, cuánto conservante, cafeína, ácidos grasos, colesterol, peróxidos y yodo están presentes en el chamuyo del disertante. Aunque no lo crean, las palabras también transmiten Escherichia coli, Salmonella, bacilos de todo tipo, toxinas y bacterias, hongos y levaduras. Un servidor público, alguien de una suficiencia intelectual intachable e incorruptible, experimentado en esto de sobrevivir vendiendo palabras, debería presenciar una clase, hacer un par de preguntas y habilitar o no al nuevo seminarista para que nutra, a su modo, que siempre es un poco improbable, a quienes estén dispuestos a pagarle. Si estamos de acuerdo en que las ideas tienen su producción, si acordamos que pueden ser manipuladas, conservadas, elaboradas y distribuidas –así como si acordamos en que existe una rígida relación entre las ideas y la sanidad–, no podemos dejar de aceptar la imperiosa necesidad de un análisis bromatológico de los talleres y cursos que se dictan a lo largo y ancho del país.
De lo que se trata es de establecer métodos analíticos aplicables para determinar la composición y calidad de un producto en venta para la protección del consumidor, tan fácil de engañar con el sólo agregado de un colorante. Por otro lado se trata de una iniciativa que podría beneficiar al campo laboral: nacería una nueva carrera, el bromatólogo cultural, que podría presentar una modalidad de cursado intensiva con evaluación continua. En el primer año se cursarían las materias básicas y de introducción a la ciencia de los curros. En segundo y tercer año se cursarían materias técnicas, propias de la función profesional. Durante la cursada se realizarían pasantías profesionales en la industria local y en entidades no oficiales. No digan que no es una buena idea.