La expresión alternative facts (hechos alternativos) ya tiene una entrada en Wikipedia y no con un simple apunte sino con abundante información. Hace falta un desarrollo mínimo, incluso en un sitio de consulta urgente, para poder explicar un sistema de destrucción masiva de la realidad.
En noviembre pasado, el Diccionario Oxford hizo pública su palabra del año y esta vez, al contrario que en anteriores ocasiones, la elección generó una desmedida atención mediática. La post-truth (posverdad en español) llegó entronizada por el triunfo electoral de Donald Trump y la salida del Reino Unido de Europa vía Brexit. Pocas veces un solo vocablo ayuda desde su soledad a la construcción del sentido de un tiempo. Es verdad que Donald Trump ganó las elecciones pero es una posverdad que el camino que lo llevó a la victoria se empedró con golpes emocionales y falsedades. ¿Esto ilegitima el resultado electoral? De ninguna manera. La grieta en el sistema aparece cuando la posverdad se institucionaliza y desde la misma Casa Blanca se comienza a responder a los medios con “hechos alternativos” a todos aquellos datos que aporta la realidad o que son necesarios, según el equipo de Trump, para sustentar sus medidas. Hace poco más de una semana, la autora de esta expresión y asesora del presidente, Kellyanne Conway, dio una vuelta de tuerca a una información falsa que había proporcionado previamente en su intento audaz de epatar a los lectores de Orwell. Conway justificó después la prohibición temporal del ingreso a EE.UU. de personas procedentes de varios países de mayoría musulmana con el argumento de que dos iraquíes, acogidos dentro del programa de refugiados suspendido, habían sido autores intelectuales de la masacre de Bowling Green. Ocurre que, en tanto “hecho alternativo”, este suceso nunca ocurrió. Ante esta contrariedad, Conway declaró que la desinformación del suceso es consecuencia de no haber sido cubierta por la prensa. Esto sí es verdad: la prensa no informó de los hechos porque éstos no tuvieron lugar.
Los tiempos de la posverdad y de los “hechos alternativos”, evidentemente, son distintos. Aquéllos pertenecían a la campaña; éstos, a la gestión gubernamental. No es lo mismo.
El reality show surgió, como casi todos los formatos, desde la periferia hasta ocupar el mainstream. Pero lo que distingue al reality es que su vocación es sustituir la realidad: ser, justamente, un “hecho alternativo”. Como afirma Giovanni Sartori, “lo que se ve parece real, lo que implica que parece verdadero”. El reality se afianza cuando la telenovela pierde credibilidad como ficción porque es incapaz, desde su formato, de narrar esta realidad, y las nuevas series –de audiencia minoritaria– lo hacen a su manera, con distopías como Black Mirror o hipérboles como The Young Pope. Lo curioso es que el reality avanza y se instala en hogares de famosos para “narrar” su vida cotidiana y abre los estudios a los políticos para que entretengan a la audiencia: la discusión doméstica de un personaje de la farándula despierta el mismo morbo que la denuncia de un acto de corrupción, en directo, contra un dirigente político.
¿No es acaso el reality el género por antonomasia de los tiempos del capitalismo financiero? El reality se basa, es sabido, en la carencia de guión y la búsqueda radical de audiencia para evitar el final. El poscapitalismo también carece de guión, se construye día a día, sobre la marcha, en la búsqueda ciega de beneficios tratando de eludir un crack terminal.
Ahora, el formato ha llegado al Despacho Oval, en el que Trump ha instalado el set, convirtiéndose en un gran sofista que proyecta su sombra en las paredes de una nación, incluso un planeta, al que percibe como una suerte de caverna platónica. Ahí estamos y no es que hayamos regresado a la Edad Antigua; llegamos, como propone Sartori, a la edad del pospensamiento, la cual, sin duda, ha dado lugar a la posverdad.
*Escritor y periodista.