Ahora que la democracia en Argentina se encuentra amenazada (tanto de clausura por razones externas, como de agotamiento terminal interno), no deja de ser interesante volver a sus orígenes, al momento de la transición pos-Malvinas hasta bien entrados los años 80, en los que se fundó un contrato social, una forma de estar en el mundo al que Silvia Schwarzböck llamó “llevar una vida de derecha”. Pero ya por esos años había, al menos, tres mentes lúcidas que señalaban los déficits intrínsecos de la democracia y marcaban, como un carretel que se iría desplegando en el tiempo, que esas insuficiencias eran mayores que sus méritos. Uno, hoy muy olvidado, es Carlos Alberto Brocato, sobre el que siempre estoy por escribir. El otro, en cambio, muy conocido, es Fogwill, sobre quien sí reparé en incontables ocasiones en sus artículos políticos de esos años (y sobre quien reparó también, y mejor que yo por supuesto, la propia Schwarzböck).
El tercero pertenece a otro orden, tiene otro registro y, pese a ser célebre, no estoy tan seguro de que se haya hecho demasiado foco en su sensibilidad para entender lo que estaba pasando y formular una crítica aguda a las limitaciones del nuevo régimen naciente: Charly García.
Si se leen con atención las letras de García, desde Yendo de la cama al living, de agosto de 1982, hasta los tres o cuatro discos siguientes, se verán frases como esta, de impresionante lucidez: “Están pasando demasiadas cosas raras/Para que todo pueda seguir tan normal/Desconfío de tu cara de informado/Y de tu instinto de supervivencia”. O como esta: “Él se cansó de hacer canciones de protesta y se vendió a Fiorucci/(…) Transas, transas, transas”. O como esta: “Y si mañana es como ayer otra vez/Lo que fue hermoso será horrible después/No es solo una cuestión/De elecciones”. O como esta: “Este mundo extrañará por siempre/La película que vi una vez/Y este mundo te dirá que siempre/Que es mejor mirar a la pared”.
Son todas letras muy conocidas y podría dar muchos ejemplos más. Pero mejor detenerse aquí. A diferencia de Fogwill y de Brocato, que marcan una incuestionable línea de continuidad económico-ideológica entre dictadura y democracia (Fogwill, en 1984: “Hablar del Proceso es sostener la creencia de que aquello comenzó en 1976 y que concluyó en 1983. Falso (…)
Como el empleo de la palabra ‘proceso’, el actual uso de la expresión ‘democracia’ es también una herencia del Proceso: herencia lingüística, cultural, o política”), hay en García una mirada cuyo registro ya no es lingüístico-cultural-ideológico, sino más bien centrado en una especie de antropología de los comportamientos. Con la democracia llega también (o mejor dicho: ya estaba de antes, y entonces se consolida) la ambición yupi, el cinismo, el “venderse”, la falta de proyectos colectivos sustantivos (“mirar a la pared”), el individualismo extremo. Mientras que el discurso oficial abalaba la idea de la “fiesta de la democracia”, la de un corte con el pasado, la de la esperanza en una supuesta libertad (que para ser honesto también está en algunas canciones de García, las menos interesantes, como Inconsciente colectivo), García ve in situ, en esos años, poco para festejar y mucho para padecer. Es el padecimiento de una promesa que nació sin estar en condiciones de ser cumplida.