El New York Times esta semana hizo una encuesta entre más de quinientos epidemiólogos, a los que preguntó cuándo esperaban retomar sus hábitos cotidianos. Como era de esperar, no hay un consenso cerrado pero están de acuerdo, por lo menos la mitad, en cortarse el pelo o tomarse una cortas vacaciones durante este verano boreal. Entre tres meses y un año es el tiempo que les llevará volver a sentarse en un restaurante, viajar en subte o colectivo, ir a la oficina o subirse a un avión. Cerca de la mitad, también, e incluso superándola en algún ítem, tardará más de un año en ir a un casamiento o un funeral, quitarse la mascarilla, asistir a un evento deportivo o un concierto o mantener un encuentro con alguien que no conocen, entiéndase esto como una cita laboral o de carácter sentimental.
Habla la ciencia, el mundo de los expertos.
Hace unos días, el CEO de una multinacional con sede en España contaba que la experiencia del teletrabajo en la compañía había aumentado la productividad, con lo cual, la primera medida que se tomaría en las próximas semanas, una vez superado el estado de alarma que decretó el gobierno español, es plantear a los empleados asistir a las oficinas solo tres días por semana, trabajado los otros dos a distancia.
El profesor de Economía en Stanford Nicholas Bloom, investigador del teletrabajo, corrobora esta “nueva normalidad” (término acuñado por el presidente Pedro Sánchez para definir los próximos meses), asegurando que la pandemia ha convertido en obligación una forma de trabajar que perdurará.
Bloome explica los beneficios en la productividad en términos económicos, su especialidad: los teleempleados generan hasta un día más de valor por semana que quienes van a la oficina.
Hay dos apuntes en sus comentarios que llaman la atención. Uno, referido a la inteligencia artificial, en el que asegura que la automatización está liquidando los empleos que podían hacerse sin motivación. El otro es que los gurús de Silicon Valley desdeñaban el teletrabajo, porque no permitía esa charla informal en la oficina que propicia la creatividad y la disrupción creativa, sin aclarar qué ocurrirá después de la pandemia en esas empresas, y agrega un matiz personal: “Extraño las reuniones”.
La teoría de la elección racional, que en la cruzada pragmática de los economistas desplazó a las ciencias sociales y, concretamente, a los políticos de la gobernanza mundial, pareciera que ahora suma a su hegemonía el campo científico, reduciendo aún más el espacio humano. Josep Ramoneda se pregunta si estamos ante una mutación, precisamente, de la condición humana y si el confinamiento es un ensayo de lo que vendrá después: la desaparición de los cuerpos.
Así como el sida generó, a través de la práctica del barebaking, el sexo sin protección, una contestación al pánico moral, puede que este marco posapocalíptico provoque –y sin duda lo hará– respuestas alternativas y transgresoras ante el secuestro de los cuerpos, pero fundamentalmente ante las consecuencias sociales de la automatización y la distancia.
El hecho de que Bloom reconozca que extraña las reuniones de trabajo es un modo de señalar la grieta del sistema, que una vez asumida por el mismo, como ya se vislumbra en el Silicon Valley, generará nuevas islas sociales que bien podríamos llamar, directamente, castas, que son las que se expresan en Londres en contra del Brexit o en las dos costas estadounidenses enfrentando a Trump. No hay salida, porque no resuelven su vida ni la de los demás, que apoyan al populismo feroz antes que seguir viviendo extramuros. Y todo irá a peor porque, como también afirma Bloom, la automatización acabará con lo que él llama “empleo sin motivación”, que no es otra cosa que el trabajo basura.
Como dice el preso de Palmeras salvajes, quien ante la posibilidad de una fuga decide quedarse en la prisión: entre la pena y la nada, me quedo con la pena. Los desclasados, también.
*Escritor y periodista.