Thomas Jefferson, tercer presidente de los EE.UU., sirviendo en 1789 como embajador en Francia, le escribió a su amigo Edward Carrington: “siguiendo el curso natural de las cosas, la libertad cede y el gobierno gana espacio”. No sabemos si la NSA (Agencia de Seguridad Nacional, criptodependencia que forma parte del Departamento de Defensa) tendrán en cuenta hoy lo dicho entonces por el redactor de la Declaración de Independencia de los EE.UU.
En otra misiva, dirigida al presidente George Washington, Jefferson lo urgía a convocar a los ciudadanos a formar un partido que defendiese a la democracia de “la corrupta influencia de los bancos y los intereses monetarios”. Lo decía quien años después daría forma a lo que hoy es el partido demócrata, cuyo gobierno encabezado por Obama enfrenta una crisis nacida de la rigidez del grupo republicano de legisladores conocido como Tea Party.
La negativa de los republicanos a permitir la vigencia plena de la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible (Patient Protection and Affordable Care Act, Ppaca), conocida como Obamacare (los “cuidados” de Obama), se da en un país en el que uno de cada cinco niños vive debajo de la línea de la pobreza, y uno de cada diez debajo de la línea de la extrema pobreza.
El índice de pobreza en aquel país está actualmente alrededor del 15% y si bien el ex candidato presidencial Mitt Romney –quien en plena campaña admitió a conciencia que no estaba preocupado “por los muy pobres”– fue derrotado por Obama, la posta fue retomada por el popular legislador Paul Ryan, cuyo proyecto de cortes presupuestarios para 2014 están concentrados en reducciones del gasto en salud, nutrición y otros, destinados a aliviar la situación de la clase baja y media baja.
El presidente Obama está jugándose el único legado trascendente de su mortecino gobierno en los empellones agónicos de estos días, que se dan entre algo más que dos cálculos electorales. Lo tengan en cuenta o no las partes en pugna, lo que resulta claro es que se trata de modificar una línea política y dogmática que marca la austeridad fiscal, el equilibrio presupuestario, la disminución de los impuestos, y el desvanecimiento de la presencia del Estado como axiomas inmodificables, casi características nodales del ser y de los valores norteamericanos. Cada vez es más indispensable recubrir hechos puros y duros con el brillo del orgullo nacional; la ficción televisiva hace lo que puede.
Quienes piensen que la nueva titular de la Reserva Federal (sistema bancario central de los EE.UU.), señora Janet Yellen, vaya a encarnar una modificación sustancial de esa línea cuando asuma en enero de 2014, quizá no ponderen el número y poder que caracterizan al grupo de fieles del monoteísmo del mercado.
Los EE.UU., sin estar –ni mucho menos– en vísperas de iniciar una declinación ostensible, están dejando de actuar en el mundo con el respaldo psicoambiental con que contaron entre 1945 y 1980: el de tener la certeza de haber materializado para su pueblo “el sueño americano”.
Muchas cosas han ocurrido entre el Plan Marshall y la demonización de Reagan de los soviéticos como “el imperio del mal”, seguida, después de 1989 por la demonización actual del “terror”, categoría ésta a la que se le conceden márgenes cada vez más amplios de interpretación libre (por parte de pastores enajenados). Los gobiernos de Washington tienden a aumentar el número de los enemigos situados fuera de sus fronteras y a decidir a menudo la intervención en diferentes puntos del planeta; sea por joysticks, por milicias delegadas y financiadas, o por acciones de espionaje y comando.
Pareciera que los EE.UU. están pasando desde una era de indiscutida prevalencia de sus ideas, con exportación de técnicas, métodos y productos (y de confianza en la indefinida vigencia de tal estado de cosas), a una algo menos segura, un poco acalambrada y rezongona. La carcinogénesis de acciones comando, de redes de espionaje e inteligencia, el refuerzo de alianzas y pactos, se va ampliando mes a mes. Tanto como la enumeración e imputación a enemigos virtuales, que alguna vez son reales.
Como si, a pesar de la inmensidad de su despliegue y poderío militar y de su colosal peso financiero y económico, los norteamericanos empezaran a sentirse menos seguros de sí mismos. La “excepcionalidad” nacional a la que alude Obama transformada en un previsible diván de psicoanálisis en Brooklyn.
El contraste con China no puede ser más nítido. En este país, sin prensa ni medios carentes de supervisión estatal y sin instituciones democráticas según el modelo occidental, sus dirigentes se han consagrado a construir un país moderno, una trama productiva, una infraestructura, un sistema bancario estatal que financie todo lo anterior y una mejoría de los ingresos de su población que posibilite tasas de crecimiento sostenidas, junto a niveles de tranquilidad social que garantizan una continuada fortaleza del sistema político. En China, por ahora, hay escuelas y salud gratuita para todos.
Dos reuniones regionales permitieron contemplar cómo –y en qué– se diferencian las posturas y los gestos políticos con los que una y otra potencia expresan sus intereses. Una, fue la de la Asean (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), en Brunei; la otra –en Bali, Indonesia– fue la de los 21 países del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico. Ausente de todas el presidente Obama, en ambas estuvo presente China: el presidente Xi en una, el primer ministro Li en la otra.
En Tokio, días antes de viajar a Indonesia para representar a Obama, el secretario de Estado Kerry, trazó otra “línea que no hay que cruzar”, sin importarle la masticación penosa de esas mismas palabras por el presidente Obama cuando el señor Putin adelantó su propuesta sobre Siria. Esta vez la advertencia fue dirigida a China, en presencia del primer ministro del Japón, Shinzo Abe, y refiriéndose a las islas Senkaku (Diaoyu en la toponimia china). Para no dejar lugar a interpretaciones Kerry dijo: “reconocemos la administración japonesa de las islas”.
El elegante canciller yanqui (con aires de capitán veterano de equipo de fútbol americano en un musical de Vincente Minnelli), anunció la ampliación de la alianza Japón-USA, detallando que, por primera vez desde 1945, serían desplegados en el Imperio aviones de patrulla, reconocimiento y espionaje nunca antes estacionados fuera de los EE.UU. Para no ser menos, el señor Abe prometió a Kerry que Japón prestaría asistencia a otros países del sudeste asiático para que resistan reclamos territoriales de China.
Como se ve, aún con una crisis económica en plena floración malsana, Washington no descuida, en ultramar, su papel tradicional de garante de la seguridad y custodio de los valores. Ni se priva de chucear a Pekín. Lo que queda por ver es hasta cuándo el gobierno chino dejará sin levantar los desafíos y retos planteados.
En cuanto a rigideces y ortodoxias comparadas, viene a cuento mencionar a dos ciudadanos chinos: Bo Xi Lai (otrora entre los cien hombres más influyentes del orbe), a quien se le cortaron las improntas reformistas y Liu He, asesor económico y financiero del Politburó del Comité Central del Partido Comunista chino, encargado de presentar un plan de reformas graduales y selectivas para promover el consumo doméstico, incentivar a los bancos y articular la relación entre empresas privadas y gobiernos locales y empresas públicas.
El señor Liu He tiene un máster en administración pública por la Universidad de Harvard. No se sabe que en la Casa Blanca haya asesores del presidente egresados de la universidad de Pekín; tampoco que se trate de amoldar el sector privado a algunos nuevos entes públicos a crearse. En cambio, hace pocos días sí fue noticia la prohibición a cualquier ciudadano chino de ingresar a cualquier congreso, foro, actividad o instalación de la NASA.
Quizá el único rubro en el que ambas potencias hallen equivalencia sea el del espionaje recíproco, lo que no es muy consolador.