El libro Fuego y furia. Dentro de la Casa Blanca de Trump, que tanto revuelo generó en Estados Unidos, fue escrito por el periodista Michael Wolff, conocido por los lectores de PERFIL por ser autor del libro La televisión es la nueva televisión: el inesperado triunfo de los viejos medios en la era digital, que motivó el año pasado una de estas columnas: Siempre la televisión.
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El nuevo libro de Wolff irritó a Donald Trump, quien salió a aclarar que él no estaba loco sino que era un genio. La evidente excentricidad de Trump viene haciendo reflexionar a los analistas de todo el mundo sobre las consecuencias del estado psiquiátrico de los presidentes. Nelson Castro fue pionero en el tema tanto en PERFIL como en su libro Secreto de Estado: la verdad sobre la salud de Cristina Fernández de Kirchner, donde reveló el diagnóstico de personalidad narcisista, bipolar y con síndrome de Hubris de la ex presidenta como causa de su “impulsividad y desinhibición”.
La locura de los gobernantes no es un tema nuevo: en 1878, el fundador del Círculo Médico Argentino, José María Ramos Mejía, escribió La neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, donde puso énfasis en distintos personajes del siglo XIX, con Rosas entre ellos.
En 2013, la Biblioteca Nacional reeditó el libro de Ramos Mejía con un prólogo agregado de su entonces director, Horacio González, quien expresó la relación de locura y genio con frases como “la locura sería el mismo ámbito de realización” del genio, “la semejanza entre lo sublime y la enfermedad” o “lo trastornado y lo excelso, ambos titanes del espíritu”. Otro director de la Biblioteca Nacional, Paul Groussac, había escrito el prólogo del segundo libro de Ramos Mejía, titulado La locura en la historia, publicado en 1895. Allí sostuvo que “la locura, bajo sus formas insidiosas y parciales, ha de-sempeñado un papel capital en la historia de la humanidad, singularmente en los países de gobierno absoluto, donde la suerte de los pueblos dependía en un todo de la voluntad, de la inteligencia y del carácter del monarca. A esta consideración individual el autor añade el estudio de las creencias y pasiones colectivas, que han obrado a manera de delirio comunicado o epidémico, e influido desastrosamente en la evolución de la historia”.
El libro cuenta también con una introducción titulada “Sobre la personalidad intelectual de Ramos Mejía”, escrita por su discípulo y otro célebre médico y psiquiatra de la época, José Ingenieros, autor él mismo de libros como El hombre mediocre. Para Ingenieros, la “pila bautismal de la gloria” pareciera estar construida de “afecciones nerviosas de carácter funcional”.
Y el propio Ramos Mejía escribió: “La exaltación de la imaginación –facultad que según Newton es el genio mismo– conduce a menudo a las perturbaciones del espíritu” (...) “casi todas las personas superiores están llenas de manías o son notoriamente neurópatas”.
La idea de que el genio y algún grado de excentricidad van juntos influyó en que pocos creyeran que Macri podría ser presidente antes de serlo porque se lo percibía mediocre, normal, con gustos comunes, aficiones previsibles y un hablar simple.
El caso de Macri probablemente no contradiga la idea de que todo presidente, para serlo, tenga rasgos de anormalidad que son a la vez fundantes de su excepcionalidad, sino que a Macri, por su parquedad, aún no se le descubrieron las neurosis egosintónicas que le permitieron llegar a ser quien es. Sí se puede percibir en él un carácter inconmovible en algunas decisiones (tomarse tres semanas seguidas de vacaciones) junto con enorme capacidad de flexibilidad en otras. Ramos Mejía proponía una “histología de la historia” para explicar “los móviles ocultos que encierran acciones al parecer incomprensibles” de los gobernantes.
La asociación entre genio y extravagancia que lleva a las sociedades a elegir cada vez más como líderes políticos a celebridades acaba de sumar en Estados Unidos otro ejemplo con la ilusión que despertó una eventual candidatura de Oprah Winfrey por el Partido Demócrata para competirle a Trump en 2020, a partir de su discurso durante la ceremonia de los premios Golden Globe (ver video). Hasta Berlusconi puede ganar las elecciones en Italia dentro de pocas semanas para volver a conducir su país, y el propio Macri hizo su fama antes de ser político como celebridad: el deporte profesional también es entretenimiento.
Sería un problema que la democracia se convirtiera en un reality de televisión o un concurso de popularidad. Si entretenimiento y política se fusionaran, Tinelli (el peronismo al igual que el Partido Demócrata está sin un candidato ganador) aspiraría a generar las expectativas que suscita Oprah en Estados Unidos. La Constitución norteamericana trató de vacunar a su país de la demagogia y fue hecha para evitar que personas como Trump fueran presidentes, resguardando al Estado de los impulsos de su pueblo, con un sistema de partidos políticos que obligaba a cualquier candidato a haber hecho previamente un cursus honorum de servicio público en algún partido. Hasta que llegaron las redes sociales: el especialista en medios Clay Shirky escribió que “alcanzar y persuadir incluso a una pequeña fracción del electorado solía ser tan costoso que solo dos organizaciones de nivel nacional –los dos grandes partidos políticos nacionales– podían lograrlo. Ahora hay decenas con capacidad de hacerlo”.
Cuando no existía Facebook para tomar contacto con los más de 100 millones de votantes norteamericanos de derecha, era necesario contar con la organización del Partido Republicano. Hoy hay más usuarios diarios de Facebook de derecha que afiliados al Partido Republicano, y se puede llegar a ellos con un costo relativamente pequeño para una campaña: los trolls rusos que operaron en contra de Hillary y a favor de Trump compraron solo 100 mil dólares dentro de Facebook.
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“¿Son la locura y el espanto los que urden en primer lugar el sentido de las cosas que llamamos históricas?”, se preguntaba Horacio González en el prólogo del libro de Ramos Mejía sobre celebridad y neurosis. Muy probablemente la respuesta sea sí.