Para el mercado diario de la política, Sergio Massa sacó ventajas al ubicar un cañonazo en la línea de flotación del resto de los partidos y se perfiló, en forma independiente, como un aspirante más reconocido para 20l5. Simplemente, expuso cierta impresión callejera sobre el drama creciente de la inseguridad atribuida a la mano blanda, al garantismo pregonado de ciertos personajes –singularmente, un laissez faire que rechazan en otros rubros– y, aprovechando ese reflejo popular, conmovió sobre todo al universo oficialista al plantear, en el vértice de su campaña, una consulta popular sobre la reforma al Código Penal. Una apelación al “no” contra el borrador que habían urdido hombres proclives al Gobierno, especializados, como Raúl Zaffaroni y León Arslanian, junto al radical del mismo gremio Ricardo Gil Lavedra, y la candorosa cercanía testimonial de un legislador PRO, Federico Pinedo, abogado por supuesto.
La jugada publicitaria de Massa irritó a Cristina y varios de su entorno salieron a reparar el bombazo y a descalificar al ex intendente, encabezados por el polifacético Sergio Berni y seguidos en ira por una ristra connotada que alcanzó ebullición con el propio Zaffaroni, quien mandó al crítico dirigente “a leer los libros, que no muerden”, en clara referencia y homenaje a un cómico radial del siglo pasado que seguramente lo deleitaba en los 50. Aristocrática y despreciativa alusión, por otra parte, contra alguien (letrado tardío y sin ejercicio) que, en apariencia, carece de una formación suficiente frente a la versación jurídica del propio mentor intelectual de la Corte Suprema.
El impacto de Massa también sacudió a Mauricio Macri, quien había avalado el presentismo de Pinedo a esa craneoteca de juristas penales que, de acuerdo al advenedizo objetor, le prepararon un traje a medida del Gobierno para encumbrar a la Presidenta en su rol napoleónico de modificar dos códigos sustanciales del derecho, olvidándose de los temores que padecen los ciudadanos frente a la criminalidad, el narcotráfico y el robo.
Gracias a Pinedo, Macri se sintió integrante de una asociación lícita pero cuestionable, no exactamente el lugar que desea para sí mismo como candidato presidencial. De ahí que, sin reprobar a Pinedo, saliera a pedir la inoportunidad de la reforma. Y en la misma exposición quedó la UCR por obra y gracia de Gil Lavedra, tutor en su momento de Raúl Alfonsín, devoto de Carlos Nino, antecedente de Zaffaroni en la profesión –al menos para una opinión poco informada, inculta, sin duda periodística–, legislador que también subvaluó a Massa como profesional en la materia y lo derivó al incinerador, con la excusa de que era un político atrevido y ambicioso, como si él formara parte de un coro vienés y no proviniese de la ambición y el atrevimiento políticos.
Sorprende el huracán que produjo Massa en el avispero de los partidos, en la hermética secta de los penalistas, en el corazón mismo de Cristina. Y, especialmente, sorprende cuando en rigor el hombre de Tigre expresa lo mismo que habitualmente expresa la mandataria.
En más de uno de sus últimos discursos, cambiante con la trayectoria original relatada por el kirchnerismo, que ignoraba hasta la utilización de la palabra “inseguridad”, Cristina por fin se apropió del latiguillo “los forajidos entran por una puerta y salen por la otra”, como forma de manifestar preocupación con el tema. Esa misma expresión de la puerta giratoria, con décadas de historia que hasta se desconoce a su autor, es la que despliega Massa en su cuestionamiento a la reforma del Código Penal. Repite el estribillo. O sea, piensa igual que Cristina, que Macri y que algunos radicales eventualmente. Coinciden en que la responsabilidad de cierto caos social se origina en los jueces y en los orificios de un código de 1921 que, tras la reforma y según Massa, se convertirán en huecos favorables para el crimen, agujeros negros del derecho.
Sin embargo, es medianamente público que los jueces simplemente actúan –posiblemente en forma inepta, quizás interesadamente en algunos casos– luego de que los hechos delictuales ocurrieron, y aplican la norma que les entregaron los legisladores políticos. No son el origen del estropicio moral, más allá de su participación o aptitud para corregirlo o incrementarlo. Y de las confusiones que, por ejemplo, induce el propio titular de la Corte, Ricardo Lorenzetti, cuando apostrofa sobre lo que se debe hacer o reitera conceptos de peluquería tipo “el narcotráfico afecta el Estado de derecho”.
En rigor, la decadencia del país en materia de seguridad arrastra años de incompetencia política, de pasividad y desidia ante fenómenos de extrema pobreza, cultivo de mafias, descontrol técnico en Migraciones para habilitar ingresos sospechosos, desatención de los regímenes penitenciarios, presupuestos exangües y asociaciones entre gobiernos y delincuentes. Si asombra que Massa, diciendo lo mismo que sus rivales políticos, genere tanto revuelo y se perfile como un distinto de esa cofradía, no menos alelado puede quedar el ciudadano cuando el propio Massa, el Gobierno y los otros partidos también propician una acción común: la dispersión del ejercicio policial, la distribución autónoma del poder a favor de responsables menores, la ley en manos de un intendente.
Se altere o no el Código Penal (lo cual no sería impropio para un texto vasto, añejo y superpuesto), si una conducción restringida no da pie con bola por fallas y corrupción, es de imaginar el desparramo que provocará el traslado de jerarquías y responsabilidades en nuevos feudos establecidos, más fáciles de comprar. Hay ejemplos varios en el exterior: basta ver los asesinatos masivos en algunos estados de México.
El problema no parece estar en la letra de un código.