Hacia 2004 el historiador Jean-Noël Jeanneney, entonces director de la Biblioteca Nacional de Francia, invitó al filósofo y lingüista búlgaro Tzvetan Todorov a participar en la organización de una extensa e integral exposición sobre la Ilustración, que se realizaría en 2006. A raíz de eso, Todorov, uno de los intelectuales más lúcidos de estos tiempos, escribió un libro breve, sustancioso e ineludible para enfocar las cuestiones de la política y el pensamiento contemporáneo: El espíritu de la ilustración. Es un sentido e inteligente homenaje al movimiento que, en el siglo XVIII, daría nacimiento a las ideas republicanas, a la noción de derechos individuales, a la noción misma de individuo, de autonomía, a la ciencia moderna y a muchas de las más poderosas ideas que atraviesan a la filosofía moderna.
Todorov no oculta en esas páginas su admiración por Nicolás de Condorcet, un girondino (movimiento que se homologó en la Revolución Francesa con la derecha, por sus ideas moderadas y consensuales), que fue condenado a la guillotina por los jacobinos (la izquierda, radicales fundamentalistas acaudillados por Danton y Robespierre, que terminaron, como suele ocurrir, enfrentados a muerte en la búsqueda del poder absoluto). Condorcet prefirió envenenarse antes que subir al cadalso, y así murió en 1794, a los 51 años. Antes dejó páginas imperecederas y valiosísimas acerca de la educación, la necesidad de laicismo, la libertad, los deberes del gobierno, la justicia, la tolerancia y los horizontes de una ciencia no dogmática. Muchos de los textos de Condorcet, básicamente sus Memorias y su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, son valiosas guías para ejercitar el pensamiento, y en particular el pensamiento crítico, ese atributo hoy desplazado por el “bienpensantismo” y la pereza intelectual.
Precisamente en sus memorias, Condorcet advierte que “la verdad es tan enemiga del poder como de quienes lo ejercen”. Todorov dedica un capítulo completo de su libro al tema de la verdad a partir de las ideas de Condorcet. Se vale de ellas para diseccionar episodios todavía humeantes de la política actual y termina por escribir lo siguiente: “El gran poder engendra grandes peligros, ya que ofrece al que lo posee la impresión de que siempre tiene razón y de que no debe tomar en cuenta ninguna otra opinión. Para protegerse del abismo en el que puede sumirlo el vértigo del poder, para evitar que arrastre también al resto del mundo, debe aceptar que con la verdad no se juega”. Antes de eso recuerda cómo el propio girondino había advertido que “los fantasmas del miedo bastan para descartar la preocupación por la verdad”, que, afirma Todorov, es constitutiva del espacio democrático.
La campaña de terror virtual y de amedrentamiento frontal, inescrupuloso y hasta primitivo desatada esta semana desde las usinas del oficialismo (con el tufillo goebbeliano que el asesor brasileño João Santana suele imponer en sus asesoramientos) está, como es obvio, en las antípodas del pensamiento de Condorcet y de Todorov, así como de todo espíritu republicano. Probablemente sería una pretensión exagerada imaginar que sus autores y ejecutores, incluido el candidato, tengan alguna idea acerca de la mera existencia de estos pensadores o que puedan comprender de qué hablan. Y pedirles que contemplen cosmovisiones de este tipo equivaldría a exigirles que cambien su naturaleza. Un imposible.
Pero las vigentes ideas del filósofo iluminista y las de su validador contemporáneo deberían hacerse carne en cualquiera que aspire a gobernar. Comprometerse con el espíritu que contienen y expresarlo en acciones y conductas (no bastan las palabras, porque ya se vio que éstas se vacían fácilmente de significado) sería una manera de construir un pacto moral con la sociedad, hoy más necesario que nunca. Hacerlo requiere más coraje del que se cree. Y pide aceptar (a tiempo y de antemano) que ni la mentira ni el poder son eternos y absolutos.
*Escritor.