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distintas variables

Prosperidad, felicidad, aburrimiento

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A menudo asistimos a debates interesantes acerca de rankings de países tales como las pruebas PISA, que miden la calidad educativa mediante indicadores estandarizados. En mi juventud trabajé en la interesante línea de investigación que comparaba naciones en distintas dimensiones de rango. Esos estudios documentaban la dualidad sorprendente de la Argentina, que compartía un perfil de atributos con países como Canadá y Australia y otro perfil con países como la URSS y Egipto –todos ellos tenían en común mucho territorio con baja densidad de población, pero se diferenciaban en el ingreso por habitante y el sistema político–.

Con los años, los índices de países se multiplicaron. La ONU instaló el ranking de recursos humanos; más recientemente se difundieron indicadores para medir la felicidad de los pueblos; las pruebas PISA, por otro lado, han proporcionado una medida del sistema educativo. Las PISA ponen en las alturas a algunos países asiáticos como Singapur y Corea del Norte; las escalas de felicidad ubican en la cima a países como Finlandia y Dinamarca (que están bastante bien, también, en las PISA, pero por debajo de los asiáticos). Una posible conclusión es que la calidad educativa y la felicidad no necesariamente se mueven demasiado juntas. Por otra parte, los escandinavos, como los asiáticos, están altos en los índices de suicido –otra dimensión que cada tanto aparece entre las series–.

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Estos días leo en el Financial Times un artículo de John Kay. Apoyado en distintas fuentes históricas que cubren nada menos que los últimos 11 siglos, plantea algunas conjeturas sobre las causas del crecimiento de las naciones. Dinamarca (y no Inglaterra, como muchos pueden pensar) es la economía consistentemente más próspera en ese ciclo largo de los últimos 11 siglos. El motor principal del crecimiento, nos dice, no fue la expansión territorial sino la capacidad exportadora. La capacidad exportadora es buena porque permite importar –que es, en definitiva, lo que contribuye al bienestar humano desde el lado material de la vida–. No sorprende, por eso, que Dinamarca vaya primero en el índice de felicidad.
Kay alude a otra dimensión muy interesante, acerca de la cual no conozco datos: el aburrimiento. Menciona a un autor, Michael Booth, quien sostendría que “la mayoría de los europeos piensan que el aburrimiento es bueno”. Dinamarca parece ser un país aburrido, al que muchos europeos aspiran a parecerse.

Me gustaría indagar más en todo eso. Por ahora vuelvo al comienzo de estas líneas, cuando –allá por los años 60– ubicábamos a la Argentina como un país que podría ser Canadá o Australia pero estaba más cerca de la URSS o Egipto. Esa Argentina, que sigue siendo la misma de hoy, desde hace ochenta años declina económicamente, no anda bien en las pruebas PISA, no tiene altos índices ni de felicidad ni de suicidios, pero tampoco es una sociedad aburrida. Por el contrario, los extranjeros que nos visitan dicen que acá la pasan muy bien, que somos gente de humor llevadero, que nos gusta mucho la vida en la calle y en los cafés (o sea que trabajamos poco y parloteamos bastante), que transmitimos buena onda.

Esto no es decir que no sería mejor que nuestra economía pueda crecer a tasas más altas, que nuestros malos indicadores sociales no deberían mejorar, que nuestra educación no tendría que producir mejores resultados o que no sería bueno que los argentinos consigamos ser más felices. Todo eso sería muchísimo mejor, y deberíamos tratar de conseguirlo. Pero está visto que para una gran cantidad de argentinos nada de todo eso debe ser conseguido a costa de perder nuestras ventajas comparativas en materia de hacer la vida menos aburrida.

¿No será esto lo que la mayor parte de los argentinos está esperando que le propongan sus candidatos?

*Sociólogo.