En tren de justificar lo escaso y confuso de la información que el Gobierno ha venido brindando sobre la salud presidencial, algunas voces oficiales apelan al argumento de que cosas parecidas se han hecho y hacen en otros países. Y como la comparación con el modo en que la nomenclatura soviética solía tratar la salud de sus jerarcas sería inconveniente, y los recientes casos de Cuba y Venezuela tampoco serían de mucha ayuda, el caso que suele utilizarse es uno bien conocido de la política norteamericana: el ocultamiento del deterioro de la salud de F.D. Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial.
Es fácil ver, sin embargo, que se están comparando peras con manzanas. Primero, porque el estado de guerra justificaba en el caso de Roosevelt hacer cosas que en tiempos de paz no tienen razón de ser. Y segundo y fundamental, porque lo que con ese ocultamiento se buscó crear en la sociedad norteamericana y en sus aliados fue confianza y certidumbre en el esfuerzo colectivo, mientras que lo que pretende el actual gobierno argentino es todo lo contrario.
La incertidumbre y la desconfianza han sido armas predilectas del kirchnerismo. Lo prueba el esmero en volver opaca la toma de decisiones, el sometimiento de infinidad de asuntos al capricho de unos pocos funcionarios que no dejan nada por escrito, la ruptura de las lealtades institucionales a través de la cooptación, el soborno y la intriga. Todas prácticas que se han vuelto incluso más intensas desde que el oficialismo empezó a declinar, como se observa en la gestión económica, en los planes políticos y electorales y en otros asuntos: el mayor objetivo de Cristina parece haber sido en los últimos tiempos abrir el mayor número de opciones y no decidirse por ninguna, a la espera de que los demás se debiliten en la pelea por imponer una u otra, y ella pueda seguir reinando sobre el descalabro.
Aplicar esta misma receta a su propia salud y al cuidado de la misma no deja de ser un acto de flagelación e irresponsabilidad. Pero tiene su lógica: todo el mundo queda pendiente de una incógnita, cuya resolución le conviene demorar lo más posible a quien administra la información, para que el efecto de dependencia se extienda y profundice; y de paso se promociona la épica del sacrificio de quien ejerce el poder, no para sí, sino altruistamente para los demás.
Quien puso en evidencia este juego fue Amado Boudou, cuando dijo que la enfermedad de Cristina probaba que ella, igual que antes Néstor, “se preocupan más por el país que por su propia vida”. Aunque al plantearlo de modo tan alevoso no ayudó precisamente a hacerlo más efectivo. Primero, porque semejante pretensión en sus labios automáticamente se devalúa, y el artificio pierde parte de su magia. Segundo, porque la escenografía magnificente de un líder sacrificado requiere que no se noten las costuras, que no se haga explícito un mensaje que se transmite mejor bajo cuerda, con gestos más que con palabras.
No puede decirse que los kirchneristas no lo sepan. El sacrificio de líderes providenciales tiene larga historia entre nosotros: lo ilustra en primer lugar la terrible enfermedad que acompañó la consagración religiosa de Eva como “líder espiritual de la nación”, así como el descenso al infierno que acompañó la enfermedad y muerte de Juan Perón; y tiene también su vertiente radical, en las muertes de Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen, consagradas al “partido cuyo jefe dio la vida cada vez que la república corrió peligro”. Además, Néstor Kirchner protagonizó la que es, hasta ahora, no sólo la más reciente edición de esta saga, sino una particularmente eficaz. Porque mientras aquellas otras enfermedades y muertes acompañaron procesos de crisis de los proyectos políticos encarnados por los involucrados, en su caso sucedió lo contrario: es el único en que la muerte del jefe dio un inmediato e inapelable impulso a su proyecto y a sus herederos. Néstor, como el Cid Campeador, sostenido sin vida sobre su caballo para que pudiera ganar su última y decisiva batalla, logró algo raro entre nosotros. Tan raro que parece haber marcado a fuego la mentalidad kirchnerista. ¿Será por eso que Cristina pareciera estar jugando en el límite con su salud?
Lo cierto es que la desmesura de la que habla Boudou puede fácilmente interpretarse en un sentido menos altruista: no es por nosotros sino por el poder que los Kirchner lo sacrifican todo. Y lo que cabe preguntarse entonces es si como ciudadanos permitiremos que lo hagan en nuestro nombre, si no conviene advertirles a los gobernantes que no exigimos que se sacrifiquen, que lo que simplemente queremos es que hagan bien su trabajo.
*Investigador del Conicet y director de Cipol.