Hay un proyecto magno en el macrismo, no escrito de este modo pero formulado con distintos formulismos: cambiar un pueblo por otro pueblo. Como si cada uno de ellos fuera una cajita con envoltorio de regalo, alguien se presenta en el mostrador de la mercería y exige trocar un objeto por otro.
Desde luego, los pueblos son entidades complejas y cruzadas por múltiples contradicciones. Visto de un modo no etiquetado de antemano, como si fuera una estampita fija, el pueblo argentino se formó en diferentes vicisitudes y aceptó atravesarse de significaciones diversas. Canceló momentos e hizo surgir de sus crisis otros momentos que eran antagónicos, pero a la vez referidos al anterior.
Con el macrismo, por primera vez en la historia argentina, esto no es así. Ni el corte histórico de 1852 en Caseros, ni el proyecto inmigratorio que comenzó a fines del siglo XIX y se extendió hasta la década del 40 del siglo anterior, ni el yrigoyenismo ni el peronismo, ni los sucesos de 1955, significaron incisiones tan abruptas en el cuerpo general de una historia.
No obstante, como en el Gobierno hay bisnietos de los inspiradores de la Campaña del Desierto y admiradores de los gobiernos militares anteriores, el hecho de haber surgido en elecciones bajo estipulaciones de relativa normalidad no los exime de ser los autores –en estos dos años que han corrido– de ese gigantesco juego de trueques: al pueblo anterior, con sus dilemas y antagonismos, se desea sustituirlo por otro pueblo servil, disciplinado aun para tolerar sus desdichas y preparado para las más destructivas credulidades.
*Sociólogo. Ex director de la Biblioteca Nacional.