Surge un conflicto interno dentro de la UTA. Un sector del gremio fuerza una elección para el personal de limpieza y el personal auxiliar del subte. Esto viola el estatuto porque la elección no se convocó con los diez días de anticipación necesaria para que todos tengan oportunidad de postularse. Hay amenazas. Un delegado de la línea D dice que hay patotas armadas. No están dadas las condiciones de seguridad, etc. Se toman medidas de fuerza. Paro sorpresivo. Al amanecer, multitudes de pasajeros llegan a las bocas del subte de la ciudad, muchos después de haber viajado desde el Conurbano, y se encuentran con que el servicio está interrumpido. Metrovías lamenta mucho los inconvenientes. Los pasajeros miran el piso, mastican bronca. Los punguistas celebran levantando los brazos al cielo.
El paro de subtes es el paraíso de los pungas. Todas las líneas de colectivos colapsan al absorber al millón y medio de pasajeros que querían circular bajo tierra: gente medio descolocada, fuera de su trayecto habitual, distraída, mirando por la ventanilla dónde tienen que bajar. Es ideal. Se acumulan camperas, carteras, mochilas, sobretodos, y en el tumulto de emergencia, nadie sabe bien de quién es ese brazo, ese empujón, esa mano con zigzagueo de ofidio que se abre paso entre bolsillos y cierres.
Todo el día es hora pico. Es cuestión de lograr subir al colectivo (porque el punga también es pasajero). Tiene que subir o amagar a subir. De hecho, el pungueo más efectivo es el que se le hace al distraído que está subiendo. En esos casos, ni hace falta escapar. El punga se inmiscuye en el racimo de gente colgada de los manillares y de pronto hace como que cambia de parecer y se baja. Se queda en la vereda contando los billetes.
Arriba es más peligroso. Ahí encerrados hay menos posibilidades de escapar, incluso algunos choferes ante un grito de “Me robaron” bloquean las puertas y dicen que no se baja nadie hasta que suba un policía. Pero, cuando hay paro de subte, el amasijo es tal que todos bajan la guardia, se entregan a la asfixia de la aglomeración, se abandonan a la convivencia siamesa con el prójimo, mi codo es tu codo, mi bolsillo es tu bolsillo, y casi se pierde el yo en el sustantivo colectivo.