COLUMNISTAS
el gas, la luz, el agua y el futbol para todos

¿Que ajuste es antipopular?

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Cuando se trata de administrar, dirigir y construir políticas de verdad, rara vez lo trascendente coincide con lo que llama la atención.
Dicho de otro modo, en línea con el pensamiento de aquellos que lo ven todo desde la lógica del marketing –gurús, dicen algunos; chantas carísimos, aseguran otros–, la opinión pública (la gente, el pueblo) suele prestarle muchísima más atención a aquello que provoca impacto inmediato que a los asuntos profundos, esos que cambiarán la vida de las personas a largo plazo.
Entre lo llamativo y lo realmente importante, nos quedamos con lo primero.
Una enorme parte de los medios contribuimos al asunto de modo fatal. Somos, en definitiva, quienes instalamos los temas a fuerza de colocarlos entre los textos más destacados de los portales, repetirlos en las ediciones de los informativos radiales y sostenerlos entre los títulos que cada hora se anuncian en los canales de noticias. A veces, no hay más remedio ya que el tema pesa por sí solo. Otras, jugamos al estratega. Pasa con temas de la política, la cotidianeidad y hasta el espectáculo o el deporte.
Entiendo que, a la vuelta de las cosas, la real responsabilidad es mucho más nuestra, de los ciudadanos, que de las empresas de medios y quienes ejecutan esos contenidos.
Lógicamente más preocupados por los conflictos individuales que por las necesidades colectivas, no somos de poner demasiados límites a las decisiones difíciles de digerir. A los que viajamos en auto no nos molesta demasiado el aumento del bondi. A los que se mueven en tren ni los roza que suban los peajes y a los que cruzan la ciudad en helicóptero, los piquetes casi que le divierten (los miran desde arriba). Desde luego que esta idea es una más de mis arbitrarias generalizaciones. Sé que entre ustedes hay mucha gente solidaria. Pero es humano que el impacto de aquello que nos molesta directamente nos afecte mucho más que lo que inquieta al vecino.
Ha sido los ajustes en las tarifas públicas el tema recurrente de estos primeros meses del gobierno de Cambiemos. Y seguramente lo seguirá siendo durante un tiempo. Esperemos que no demasiado largo. Tan lógico es dedicarle espacio al tema –al fin y al cabo, afecta a casi todos– como poner en contexto que lo que estamos viendo es parte del paquete explosivo que se ató durante más de una década. Tan injusto es no exigir pericia a quienes están como minimizar la obscena culpa de quienes, cínicamente, edificaron un monstruo de corrupción, recesión y falsas consignas.
Hecha la aclaración, no consigo comprender cómo es que en la Argentina se reducen los subsidios a los servicios públicos, pero se sostiene –y aumenta– el subsidio al fútbol. No quiero dejar de recordar que muchos hinchas pagamos el fútbol varias veces: en la cuota social, en los abonos y hasta en la cuotas del servicio de televisión paga que nos acerca el espectáculo hasta el sillón. No somos pocos los que ubicamos al fútbol televisado entre los motivos más importantes por los que contratamos ese servicio.
Desde hace seis años, también, lo pagamos a través de nuestros impuestos.
Comprendo a quienes digan que no hay que tirarle nafta al fuego, que el Fútbol para Todos fue una de las banderas sensibles que instalaron Néstor y Cristina y que sería antipopular arriar y demás obviedades. ¿De verdad alguien cree que dejar de pagar desde el Estado por un espectáculo deportivo profesional sería más antipopular que el impacto por la suba del gas, el agua, la luz o los subtes?
Hay que tener cuidado con el doble estándar: apoyando al fútbol se está financiando un negocio que tiene muchas aristas vinculadas con la corrupción y la indecencia. Es más, el mismísimo presidente Macri se expresó públicamente respecto de la necesidad de despejar de mugre el asunto.
No creo que la cuestión pase sólo por la idea lineal del costo político. Algo más debe haber. Sólo para empezar, cuesta entender que el canal que representa al principal patrocinante del espectáculo –el Estado, que paga más de diez veces más que todos los canales privados juntos– reciba los restos de los restos de la programación de la fecha.
Tampoco encuentro alguna encuesta que asegure que dejar de pagar por el fútbol vaya a molestar más que cualquiera de los otros rubros que han aumentado de la mano de las, entiendo, inevitables reducciones en los subsidios. Y miren que estamos en tiempos en los que se mide desde la intención de voto hasta si la Xipolitakis debería casarse de blanco o con la camiseta de Racing.
Debe haber pocos ejercicios periodísticos más eficaces y lúcidos que hacerse preguntas. A los cronistas nos fascina dar una primicia, conseguir una entrevista con los que nunca hablan o dar una opinión que creemos poderosa. Sin embargo, nada nos pone en mejor posición que preguntarnos cosas. A veces, ni siquiera hace falta un interlocutor digno para que esa pregunta surta efecto, genere reflexión, sacuda al involucrado o abra cabezas.
Hacia el final de la semana que está terminando, en Boca se habló mucho menos del espanto que viene siendo su equipo que de la posibilidad de construir un nuevo estadio.
Más que preguntarnos cuánto sentido tuvo hasta ahora cambiar al Vasco por los Mellizos desempolvamos la boina de Severino Varela en nombre de quienes aseguran que nadie sacará a la Bombonera del barrio.
En lugar de detenernos en la confección de un plantel tan repleto de figuras como de agujeros, imaginamos lo que hubiera dicho Quinquela Martín si sus murales del hall central tuviesen que ser trasladados diez cuadras al Norte. O mudados a Canberra.
Yo no puedo dejar de preguntarme cuál es el esquema que explica que el mismo club que “necesitó” vender a Jonathan Calleri –22 años y 23 goles en 61 partidos en Boca– encare un proyecto tan ambicioso como la construcción de un estadio… que ya tiene. Un estadio al cual, por cierto, habría muchas formas de sacarle más jugo. Empezando por limpiarlo de barras que se adueñan de un espacio en la tribuna que representaría unos cuantos millones de pesos al mes extra sólo en venta de entradas.
En defensa de quienes quieren construir ese nuevo estadio, no puedo dejar de recordar los vergonzosos episodios de la primera mitad de los 70 en los que Alberto Armando desarrolló aquel insostenible proyecto de construir un estadio inspirado en el Bernabéu en la mismísima Ciudad Deportiva. Armando, apoyado de manera casi irrestricta por los medios de la época –sólo el enorme Dante Panzeri se hizo un festín con don Alberto J–, anunció que ése sería el estadio principal para el Mundial 78, con capacidad para 150 mil espectadores, y que se inauguraría en la mañana del 25 de mayo de 1975 el partido inaugural con el Real Madrid. De paso, para financiar la obra, vendió desde las rifas de las Cruzadas de Oro y Cruzada de las Estrellas hasta las entradas correspondientes. Nada se hizo. Nada se devolvió. Por un lado, hubo un manejo turbio en cuanto a la contratación directa de quienes se encargarían de la obra. Por el otro, hubo estudios de suelo que consideraban poco aconsejable instalar semejante estructura en terrenos ganados al río.
En todo caso, lo que nadie discutió en aquellos días fue el asunto del de-sarraigo. Ese que hoy tiñe de sacrilegio todo aquello que no remita al Boca de Américo Tesoriere y Calomino.
No deja de ser entre curioso y entrañable cómo los hinchas jugueteamos entre la modernidad y las raíces.
Mientras tanto, la Bombonera lleve el nombre de quien quiso sacar la cancha del barrio.
Y los hinchas se bancan la deformación decadente de un espectáculo controlado por bestias mercenarias, ricos de robarle a ese club que tanto amamos, mientras levantan las banderas de un barrio del cual no se quieren ir. En el cual la enorme mayoría de esos hinchas, no viven. Ni vivirían.