En 2015 el problema de la seguridad adquirió finalmente ciudadanía política en nuestro país. Luego de años de “negacionismo”, la seguridad ganó un espacio importante en la agenda de los candidatos a presidente de la Argentina. Con tal envergadura política a cuestas, 2016 será un año testigo de lo que los argentinos debemos esperar en esta materia los próximos cuatro años. Según plantee el año el nuevo gobierno, estará definiendo en buena medida la gestión de la seguridad durante el resto de su mandato.
En efecto, a pesar de que el problema criminal viene creciendo en escala y complejidad desde alrededor de 2007, recién en la campaña presidencial de este año las fuerzas políticas –incluido el kirchnerismo– que representaron al grueso del electorado le otorgaron a la seguridad el estatus de asunto presidencial.
Este estatus es consistente con el reciente relevamiento de la Universidad Di Tella, que arroja que el 38,4% de los hogares en cuarenta centros urbanos del país declaró haber sido víctima de al menos un delito en los últimos 12 meses. En el Gran Buenos Aires, esa cifra llega al 44%.
A pesar del esfuerzo en “invisibilizar” el tema y sacarlo de la agenda de gobierno, los gobiernos y candidatos kirchneristas debieron rendirse a la realidad. Por ello, desde este año resulta ya insostenible que –sea un gobierno pretendidamente “nacional y popular” o uno de clases medias y acomodadas– se le dé la espalda a este problema. La seguridad pasó a ser un asunto que involucra a la oficina del Presidente, o de quien pretenda serlo.
En esta inteligencia, 2016 será un año testigo. Sucede que el sistema de justicia y seguridad es parte del problema, antes que de la solución, y reformarlo implica emprender una empresa política de singulares desafíos. Esta empresa requiere tiempo, recursos, y destreza política. Como sostenía Maquiavelo: “No hay nada más difícil de llevar a cabo, ni de más dudoso éxito, ni más peligroso de manejar, que iniciar un nuevo orden de cosas.”
Por de pronto, el gobierno macrista decidió que la seguridad en 2016 se gestionará en emergencia, lo que tiene dos implicancias. Hacia atrás, sincera políticamente la situación heredada y, eventualmente, podría establecer la línea de base a partir de la cual comienza la nueva gestión, a condición de hacer una auditoría de corte que explicite el estado de situación que justifica la emergencia. Ciertamente, ésta no puede estar fundamentada en la mera opinión o conveniencia de un funcionario.
Sin embargo, hacia adelante, la emergencia resulta un arma de doble filo. Si sólo se emplea para agilizar mecanismos para escalar y reproducir el sistema actual –esto es, más personal, más equipamiento, más tecnología, más plazas penitenciarias, etc., todo lo cual ya lo hizo el kirchnerismo en sus últimos años– se corre el riesgo de vivir en emergencia, como sucedió y sucede en la provincia de Buenos Aires. Si, por el contrario, la emergencia se utiliza para sentar las bases de una reforma en serio del sistema de justicia y seguridad (de los modelos de policía y policiamiento, del proceso penal, de la administración de las penas, de la inteligencia criminal, etc.), entonces el gobierno macrista habrá elegido “sembrar” en los primeros años de gestión, para “cosechar” en los últimos. Lo que le sucedió al kirchnerismo debiera sobrar para justificar la elección de esta segunda opción, en lugar de la primera.
Los gobiernos macristas deben tener presente que durante un lapso corto de tiempo podrán excusarse en la herencia recibida para explicar las continuas falencias graves del sistema de justicia y seguridad. Pero luego de ese período de gracia, y hasta finalizar su mandato, no habrá excusa alguna que valga para responder por el desempeño de ese sistema. Por ello, no deben creer que pueden hacer lo mismo que se ha venido haciendo, y esperar resultados distintos. En 2016 se verá qué camino eligieron.
*Politólogo. Especialista en políticas públicas y seguridad.