Cuando hace 25 años participé como estudiante de ingeniería de la UBA de los debates de reforma del plan de estudios, la agenda era simple: acortar la carrera, eliminando materias innecesarias e introduciendo un título intermedio. La motivación, también: salir cuanto antes al mercado laboral. Sobre todo para los compañeros de hogares de ingresos medios bajos que no podían pasarse siete años sin trabajar y terminaban cursando part-time en horarios insólitos y recibiéndose a los 30 años con dos hijos, un promedio accidentado y un destino de sobrecalificación y sub-remuneración. (Finalmente la carrera se acortó, un poco, a pesar de la resistencia de algunos profesores a perder su demanda cautiva y sus cargos. El título intermedio, en cambio, no vio la luz.)
Cuando hace dos años participé como profesor de economía de la UBA de los debates de reforma del plan de estudios, mi agenda y mi motivación eran las mismas: acortar para agilizar el acceso al trabajo. La de los estudiantes era la opuesta: más materias y más años de estudio para maximizar las horas de cursada de grado, gratuitas (los posgrados en la UBA no lo son). Pero ¿qué necesidad hay de obligar a todo el mundo a transitar años adicionales de epistemología, historia económica y filosofías alternativas si, con un título intermedio y especialidades (de grado, es decir, gratuitas), el que quiere trabajar trabaja y el que prefiere (y puede darse el lujo) de estudiar estudia?
Un colega oficialista participa de un panel sobre el rol social del economista, invitado por una universidad del conurbano en la que enseñaba antes de ser ascendido a la aerolínea estatal. En vez de debatir el modelo, me dice días más tarde, a esos pibes deberían darles herramientas que los ayuden a conseguir laburo. Parafraseando a la Presidenta, La Matanza no es la UBA. Muchos de sus alumnos son primera generación de terciarios en busca de un título con el que salir de la pobreza. Y si bien es cierto que los egresados de estas nuevas universidades de menor exigencia (hijos de hogares de menores ingresos y, según las estadísticas, de menor desempeño) tienen un salario promedio más bajo, también es cierto que un título universitario de una universidad del Conurbano, al igual que un título intermedio de la UBA, puede mejorar mucho el ingreso de un trabajador que antes llegaba sólo al secundario –esto, claro, siempre y cuando los programas de estudio prioricen la salida laboral.
Hace unos meses se disparó un bienvenido debate (de esos que lamentablemente no terminan de hacer mella en las políticas públicas) sobre la reforma educativa ecuatoriana. Simplificando, los defensores rescataban la formación de posgrado de Correa (señal de valoración de la educación) y el hecho de que limitara constitucionalmente las protestas del gremio docente (el elefante en el salón de todas las reformas educativas) ante la imposición de un estricto sistema de selección y evaluación. Los detractores, por su parte, criticaban que la reforma fuera tan autoritaria (y, por ende, potencialmente frágil) como lo es en general la gestión de Correa, y señalaban que un sistema autoritario contradice el objetivo de la educación: la formación de personas creativas, independientes, libres –un argumento que, vale acotar, descalificaría a la mitad de los países mejor ranqueados en los exámenes PISA.
Más allá de la anécdota ecuatoriana, el debate resume la tensión entre la visión humanista y la visión progresista (con perdón de la palabra) de la educación pública. Para la primera, la educación es un instrumento de perfeccionamiento personal; para la segunda, es un instrumento de progreso social. Según esta última, una sociedad es igualada hacia arriba por la calidad de sus servicios públicos; en particular, en países desiguales con pobreza cercana al 25%, la educación pública debería igualar hacia arriba la capacidad de generar ingresos de los que menos tienen. Desde luego, este enfoque no niega la contribución de la educación a la libertad de expresión, ni limita la libertad de desarrollar su creatividad a quienes pueden hacerlo. Pero, al interpretar la educación pública como un derecho, evita proyectar en ella las aspiraciones de las élites, priorizando su rol como instrumento de movilidad social. Le dice al humanista: nada reduce más la libre creatividad del ser humano (nada lo segrega más) que la sujeción económica. ¿Qué educación queremos?
*Economista y escritor.