¿Vencimos a Holanda? Qué frase curiosa. No hemos tomado Amsterdam, ¿verdad? Once futbolistas, uno traído de España, les ganaron un match a otros once. ¿Qué importancia puede tener todo esto?
Jorge Luis Borges (1899-1986)
Se lo ganamos. Porque la gente, bien o mal, salió a la calle y pudo sentir que había un otro más allá del terror; un común, una bandera y un país debajo del fastuoso circo oficial. Se lo ganamos, también, porque los jugadores y “los 25 millones de argentinos que jugamos el Mundial” le hicimos un enorme servicio a un régimen desprestigiado y condenado internacionalmente que necesitaba de un evento como ése para limpiar su imagen. Se lo ganamos, sí; y fue una tristeza toda esa alegría.
Fui testigo. Estuve en Rosario, durante la increíble goleada a Perú. Suena antipático y hasta oportunista, lo sé, pero esa noche no quería que ganara la Selección. Era la pequeña rebelión del jovencito redactor de Siete Días, su protesta íntima. Soñaba con ser testigo del fracaso de la Junta, quería ver cómo se derrumbaba el turbio negocio del EAM’78, el triunfalismo, la maldita maquinaria de propaganda. Me sorprendí con la impresionante potencia de los jugadores, calentando antes del partido, trotando de un área a la otra. Los peruanos parecían postes. Uno, dos, tres, cuatro. Fueron seis. Abrazos, euforia. Contra Holanda, en River, tampoco grité los goles. Perdón, Marito Kempes, vos no te lo merecías. Ninguno de esos muchachos se lo merecía.
Un año después, ya como enviado de Gente, estuve en la “revancha” de esa final, en Berna, Suiza. Un partido que pasó a la historia por los carteles que se levantaron detrás de los arcos con la frase “Videla asesino”. En Buenos Aires, el caso de la envenenadora Yiya Murano había logrado disimular el escándalo desatado en la presentación de la película oficial del Mundial en Zurich, nada amable con los militares, ni con Menotti y su gente. Pero la jugada de los carteles resultó inmanejable. Hubo más de un fotógrafo al que le ordenaron desentenderse del partido y concentrarse en las caras de los que sostenían las pancartas. Ese material fue a parar, directamente, a una oscura oficina de Viamonte y Callao. Lo de siempre.
Este aniversario hizo que se hablara mucho del Mundial durante la semana. Soborno, doping, amenazas, presiones. Todo fue cierto, no lo duden. No existen pruebas, obvio. Exigirlas sería tan ingenuo como afirmar que todo fue limpio y cristalino. Nada de lo que pasó durante esos años de plomo fue limpio y cristalino. Nada.
El partido contra Perú estuvo lejos de ser normal y quien mencione el tiro en el palo de Muñante también debe recordar que sucedió apenas iniciado el partido. Quedaba mucho tiempo y la previsible lluvia de goles no tardó en caer. Especialmente sobre la humanidad de Juan Alemann, secretario de Hacienda del régimen y enemigo de los que decidieron gastar 700 millones de dólares para la fiesta. En cuanto Luque metió el cuarto, una bomba le voló el frente de su casa. Se salvó de milagro.
El equipo argentino fue el mejor y no necesitaba de ayudas para ser el campeón. Pero los hechos fueron grotescos y evidentes, no tiene sentido disimularlos. Culpar a los jugadores es absurdo. No es imposible, sabiendo en la burbuja en la que siempre han vivido, creer que ni idea tenían de lo que pasaba. Los periodistas sí sabíamos. Todos. Y la gente, más de lo que admite o se permite recordar. La frase “algo habrá hecho” fue tan familiar en aquellos años como los televisores color que abarrotaban Ezeiza.
Para entender por qué César Menotti, un hombre con históricas simpatías con el Partido Comunista, aceptó ser la cara visible de un proyecto clave para los militares, hay que reconstruir el entramado político de la época. En 1976, el PC había decidido un “apoyo crítico” al golpe liderado por los liberales Videla y Viola, a quienes definían como más “democráticos” que la línea nacionalista de Suárez Mason, Menéndez o Galtieri. Casualmente, recién cuando cinco años después Galtieri desplazó a Viola, Menotti hizo públicas y evidentes sus diferencias con el régimen. Pero hasta la irrupción del “general majestuoso” –así lo llamaron a Galtieri en el Pentágono, eufóricos con su apoyo incondicional a la Contra nicaragüense– la alianza de conveniencia entre el PC y los “blandos” del Proceso –resistida por sectores internos del partido– permitió que el intercambio comercial con la URSS creciera geométricamente.
Mientras la polémica crecía, otro hecho sacudió al plantel de Menotti. A pocas semanas del Mundial, Jorge Carrascosa, el capitán, renunciaba a su puesto. El Lobo, un tipo honesto, y de convicciones firmes, jamás despejó las dudas sobre su alejamiento. Alguna vez habló de “cuestiones familiares”, de cansancio moral ante la corrupción del fútbol, de desgaste. Quién sabe. A un hombre suelen definirlo mejor las palabras que calla que las que pronuncia.
¿Qué dirá más de nosotros? ¿El largo silencio de Carrascosa? ¿Los gritos de la multitud que ganó la calle? ¿La hermética convicción ideológico-futbolera de Menotti? ¿Los abrazos increíbles entre presos y carceleros? ¿La cómoda crítica que se permite dar, treinta años después, lecciones de ética y moral? ¿Esta reivindicación perdonavidas a un grupo de futbolistas honestos que entregaron todo en la cancha?
La historia habla por nosotros. Ya fue dicho: el Mundial se lo ganamos. Para bien y para mal, lo hicimos todos. Una verdad circular, invadida por los grises, la angustia, las broncas contenidas. La luz, la sombra; esa historia nuestra.